sábado, 20 de abril del 2024
 
Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Negociación
2014-10-30 | 08:43:42
La putería es una insigne profesión. Si los gobiernos tuvieran un dedo de frente la subsidiarían generosamente y la favorecerían con exenciones fiscales y otros diversos beneficios. Gracias a ese benemérito quehacer se evitan muchos males, pues los varones en edad de rijo lo pueden desahogar sin riesgo para las doncellas y señoras de buena sociedad.

Las musas de la noche, que en muchos casos son todavía objeto de menosprecio, deberían ser exaltadas como elementos que prestan un valioso servicio a la comunidad, y en cada población debería haber una estatua para honrarlas. El alcalde de cierto lugar de mi natal Coahuila no pensaba como yo.

Lo primero que hizo cuando llegó a su cargo fue cobrarles un pesado impuesto a las prostitutas de la localidad, que nunca habían pagado contribuciones, pues con su cuerpo contribuían, como dije, a mantener el buen orden social. Una comisión de daifas se apersonó con el edil a protestar por la carga que les imponía.

El munícipe se mostró irreductible: todas tendrían que pagar esa alcabala, y no en especie, sino en numerario, en dinero contante y sonante. La lideresa de las afectadas alegó que el tal gravamen era tan pesado que para cubrirlo tendrían que destinar casi el 90 por ciento de sus ingresos.

El presidente se mantuvo en sus trece: o pagaban esa contribución o serían castigadas con multa, y aun con cárcel. “Mire, señor alcalde -propuso, conciliadora, la representante de las putas-: ¿qué le parece si en vez de ese impuesto le damos a usted la mitad de lo que nos entra a nosotras?”.

Entiendo que el jefe de la comuna declinó el amable ofrecimiento, y que finalmente desistió de la cobranza. En el mismo renglón impositivo, si no en las mismas circunstancias, el Estado mexicano decidió que los contribuyentes mantuviéramos a los partidos políticos tradicionales y a la cauda de partiditos, partidillos y partidejos que al amparo de esa decisión han ido surgiendo como hongos.

El pretexto para imponer esa carga a la ciudadanía fue evitar que el crimen organizado se infiltrara en los procesos de elección y en los gobiernos municipales y de los estados. Tal estrategia tenía un pecado original: la ingenuidad.

A partir de su aplicación muchos candidatos tuvieron dos fuentes de ingresos: los que derivaban de las prerrogativas que por ley se entregaban a los partidos, y los dineros que bajo cuerda recibían de la delincuencia.

Sin incurrir en exageración puede decirse que los criminales han llegado a ser dueños no sólo de numerosos municipios del país, sino incluso de algunos estados en los que impusieron su poder y rebasaron a la autoridad.

Enormes cantidades de dinero se destinan a mantener a la profusa casta política que padecemos y a los numerosos partidos que debemos sostener. Si esos dineros se aplicaran a las tareas de combatir a la delincuencia otra sería la suerte del país. En más de un sentido la política nos sale demasiado cara.

Dijo el reportero: “Hubo un terremoto en Spzklyndwrmgf, Europa del Este”. Preguntó el editor: “¿Cómo se llamaba el lugar antes del sismo?”. La nietecita le preguntó a su abuelita: “¿Cuántos años tienes?”. Respondió ella: “85”. “¡85! -se asombró la niña-. ¿Y empezaste desde uno?”.

En aquellos tiempos -tiempos ya casi prehistóricos- las mujeres que iban con su galán a un motel acostumbraban agacharse en el asiento a fin de que nadie las viera entrar ahí. Supe de cierta ciudad en la cual tales moteles estaban todos en la misma calle. A esa calle la gente la llamaba “de los locos”, pues parecía que los automovilistas iban hablando solos, aunque en verdad iban conversando con la agachada dama.

Un individuo le contó a su amigo que la noche anterior había pasado una vergüenza grande. Sucedió que iba en el coche con su esposa, y al pasar frente al motel que solía frecuentar con su amiguita la fuerza de la costumbre lo hizo torcer automáticamente el volante para entrar en el establecimiento. “¡Qué barbaridad! -exclamó consternado el amigo al oír aquello-.

¡Qué error tan grande cometiste!”. “Y eso no fue todo -completó, mohíno, el otro-. Lo peor es que también en forma automática mi señora se agachó”. (Nota. Actuaron ahí los reflejos condicionados de Pavlov: Firuláis-campana-saliva. En este caso: motel-volante-agachada). FIN.


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