miércoles, 24 de abril del 2024
 
Por Alfonso Villalva P.
Columna: Mujeres de combate
Mujeres de combate
2015-02-27 | 09:55:23
mi amigo Alejandro
Irarragorri: guerrero imbatible
por un mundo más justo
La vi en una gráfica de algún periódico
de la semana. Evidentemente,
ella no era protagonista en la foto.
Atrás, de relleno, entre la tropa. Una
de esas mujeres que hemos hecho
plena y deliberadamente olvidables
en nuestra frenética modernidad.
Ella, con la boca tan abierta
como se podía –tan abierta que revelaba
la falta de mantenimiento en
los incisivos superiores-. Arengaba
con toda la energía que producía su
robusta figura. Chaparrita, aparentemente,
pero dura de facciones;
con vestigios de años de trabajo, de
interminables noches de desvelo y
muchas horas diarias expuesta al
sol; seguramente cientos de toneladas
de ropa, lavada y planchada,
en su hoja de servicio; con surcos
en las mejillas contando historias
probablemente inenarrables, acumulando
tantas madrugadas sin
respuesta.
Como cualquier otra mujer que
se ha ganado la vida -o lo que algunos
llaman vida por el simple hecho
de subsistir- en esos oficios tan improbables
en toda América Latina
que, con mucho arrojo, se ejercen
diariamente limpiando baños en
Ecuador, vendiendo flores en un
pueblo de Brasil, recogiendo basura
en el Perú. Cambiando a veces de
país o de ciudad. Haciendo lo que
sea por sobrevivir.
Tenía el pelo corto, casi a cepillo
–como cortado a mordidas de
burro-, de la forma práctica en que
lo utiliza la mujer que trabaja en actividades
físicas de nuestra urbanidad,
además de las domésticas, las
propias, vaya, las imprescindibles.
Las raíces de la cabellera denotaban
una realidad canosa, muy
mal encubierta por el tinte que
emulaba al rubio cenizo, pero que
se confundía preferentemente con
el tono del oro viejo, sin pulir.
Sus manos gruesas y ásperas –al
menos así me parecieron- gesticulaban,
y toscas las levantaba en señal
de inminente agresión. Cerraba el
puño con fuerza. Gritaba no sé qué,
unida a algún mitin.
Quizá vítores para su causa o
su supuesto líder que verbalizaba
cínico palabras de justicia, equidad
y progreso; quizá solo mentadas
de madre a los industriales, a los
funcionarios; quizá en el fondo, a
quienes la organizaban.
Quizá a usted, quizá a mi, quizá
a una entelequia materializada
por la sed de revancha, quizá a la
sombra de los hombres que la lastimaron,
a ella, a su madre, a sus
hijas. Quizá a los hombres que no le
franquearon el paso a perseguir sus
sueños, a alcanzar su potencial... al
final, lo único que pude adivinar en
sus ojos, era la necesidad urgente,
la tristeza irremediable, la rabia de
la impotencia.
Curiosamente, ella se veía
independiente, aguerrida, incansable.
Lucía segura de su función
social y familiar, con la frente en
alto, convencida de que todo lo
hecho, bien merecía la pena por
cumplir las responsabilidades. Se
veía limpia, satisfecha de ser muy
probablemente la única razón de
que sus familiares no estuviesen
todos descarriados, desbaratados.
Quizá sería tan dura en cualquier
conversación como se proyectaba
en la calle. Una mujer de trabajo,
entera… de pata negra, como esas
que en nuestros países hemos sabido
producir -todos incluidos- como
bastión de un pueblo desconsolado,
resignado a la supervivencia con
el mínimo de oportunidades que
otros –los de la sonrisa indeleble,
trajes brillosos cargados al erario y
staff multitudinario asignado por
una oficina pública- han decidido
otorgarles como moneda de cambio
de libertad.
Un pueblo que, con esas mujeres
de pila bautismal, desarrolla generaciones
de seres humanos que se
entregan a cualquier cacique mesiánico
y demagogo, en pos de un
descuido de la vida para arrebatarle
lo poco que sus manos hambrientas
y desgraciadas alcancen a tomar.
La veía a ella esa mañana y podría
asegurar que no había nada,
por impronunciable que fuera, que
ella no hiciese por los suyos, con
valentía y solidez. La veía mientras
revisaba los periódicos, y entre
sorbo y sorbo de café chiapaneco
especulaba, viéndola a los ojos, en
un intento por traspasar el papel y
llegar a las pupilas negras que se
antojaban el espejo de su ferocidad,
de su furia por reivindicarse, de su
tenacidad para pervivir.
Especulaba que quizá, mientras
ella participaba en el movimiento
que la llevaba a la calle a manifestarse,
su marido, o el padre de sus
hijos, bien podría estarse emborrachando
con el dinero que ella
dejó atrás para los pendientes, para
que en su ausencia se enfrentara, de
manera decorosa, el reto de vivir.
Nunca sabré su nombre ni lugar
de residencia. Pero no pude menos
que hacerle una breve reverencia a
modo de homenaje esa mañana con
un sentimiento de curiosa envidia
por su pundonor aparente.
Una mujer así, valiente, merece
algún día ganar un combate, sí, merece
ganar eventualmente. Merece
que alguien la escuche no solo en
su reivindicaciones laborales, o
políticas, sino en sus frustraciones
sentimentales, amores y pareceres,
que al fin y al cabo, esa es la metería
de la que se alimentan millones de
hijos latinoamericanos que, cuando
adultos, se incorporan con ganas
de una oportunidad significativa,
aunque de antemano sepan que
nacieron perdiéndola.
Imagino que al terminar el
mitin, esa mujer tomó sus escasas
pertenencias, y con la frente muy en
alto comenzó a andar, de regreso a
su lugar de origen, pensando, sin
tregua, en su siguiente combate, en
sus obligaciones del día siguiente;
sintiendo, quizá sin reconocerlo
plenamente, que ella era una de
esas mujeres que engrandecen a
nuestros pueblos latinoamericanos,
nuestras razas ancestrales, nuestras
mezclas criollas.
Las mujeres que nos salvan, una
vez más, de la ignominia, de nuestra
patética y diletante modernidad;
una de esas mujeres de bandera que
enorgullecen a esos que han parido.
Twitter: @avp_a
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