viernes, 29 de marzo del 2024
 
Por Catón
Columna: De política y cosas peores
A confesar disculpas
2015-05-24 | 09:22:33
Al día siguiente de la noche de bodas el
novio despertó y vio bañada en lágrimas
a su flamante mujercita. Le preguntó,
alarmado: “¿Por qué lloras, mi vida?”.
Respondió ella entre sollozos al tiempo
que miraba con aflicción la abatida entrepierna
de su esposo: “¡Apenas tenemos
un día de casados y ya nos la acabamos!”...
Los papás de Pepito lo llevaron con
su hermanito al zoológico. Los niños se
desconsolaron, pues no pudieron ver a
los monos. El guardia les informó a los
padres que estaban en su cueva, pues
aquella era la época de la reproducción.
Les sugirió a los niños: “Échenles cacahuates,
a ver si salen”. Probaron a hacer
eso, pero los micos no salieron. (Nota:
yo tampoco habría salido, ni aunque
me echaran no digo cacahuates, pero
ni siquiera cerezas con chocolate o los
sabrosos jamoncillos de leche de Saltillo).
Esa noche el señor y la señora sintieron
el ardor del ímpetu genésico, no movidos
por el ejemplo de los cuadrumanos, pero
sí por el impulso de la naturaleza, que en
todos los seres vivos se presenta. Fueron,
pues, a su alcoba y se encerraron. Poco
después dijo lloroso el hijo más pequeño:
“Quiero a mis papis”. Le aconsejó Pepito:
“Échales unos cacahuates, a ver si salen”...
El padre Arsilio ideó un piadoso truco
para hacer que sus feligreses se arrepintieran
de sus culpas y al mismo tiempo
se avinieran a dar una limosna para los
gastos de la casa parroquial.
Vestiría al sacristán de Padre Eterno,
con túnica y corona, y haría que se presentara
de súbito ante ellos en el oficio
de tinieblas y con tonante voz los incitara
a confesar públicamente sus pecados y a
aflojar los cuartos.
Sucedió, sin embargo, que al sacristán
no le entró la corona, de modo que tuvo
que ponerle únicamente una aureola de
papel dorado. Apagó el padre Arsilio
las luces de la iglesia, que quedó en una
penumbra temerosa.
Luego, por medio de una polea o
malacate, hizo bajar al sacristán como
si llegara de las alturas celestiales. “¡Pecadores!
-gritó con estentórea voz el fingido
Padre Eterno-. ¡Decidme vuestras culpas
ahora mismo en presencia de vuestros
hermanos! ¡Sólo así, y previa una limosna
de 50 pesos, os daré mi absolución!”.
“¡Señor, Señor! -clamó lleno de susto
el alcalde del lugar-. ¡Confieso que he
metido las manos en las arcas públicas!
¡Perdón, Padre, perdón!”. “Ego te absolvo
-dijo el sacristán-. Pero en tu caso
la limosna será de 5 mil pesos, más un
juego de placas para taxi y una licencia
para expender alcohol, ambas cosas a
nombre de Pascual Cirio, el sacristán”.
Se puso en pie el boticario y proclamó
con gemebundo acento: “¡Yo también soy
un pecador! ¡Los supuestos remedios
que vendo a precio de oro no son más que
píldoras de azúcar! ¡Perdóname, Señor!”.
“Te perdonaré -dijo el sacristán- si
das una limosna de 2 mil 500 pesos y
un entrego semanal de Viagra, que será
recogido por el ya mencionado sacristán.
Te encargo, eso sí, que el Viagra no vaya
a ser azúcar pintada de color azul”.
En eso se levantó la mujer del sacristán.
Ignorante de que el supuesto
Padre Eterno era su cónyuge gritó con
desgarrada voz: “¡Yo soy la más grande
pecadora, Padre Santo, dicho sea sin presumir!
¡Mi especialidad es el adulterio!
¡Por mi culpa mi esposo tiene cuernos!”.
Al oír eso el padre Arsilio se volvió hacia
el sacristán y le dijo: “¡Mira! ¡Con razón
no te entró la corona!”...
La linda y joven criadita de la casa resultó
embarazada. La muchacha juraba y
perjuraba que no sabía por qué. “¡Nunca
he hecho cosas, señito! -le dijo entre lágrimas
a su patrona-. ¡Ni siquiera tengo
novio!”. La señora volteó a ver con mirada
de interrogación a su hijo adolescente.
“¡Ay, mamá! -dijo el boquirrubio con
atiplada voz-. Tú me conoces bien, y
sabes que si me dieran a escoger entre
Jennifer López y un soldado del Sexto de
Caballería escogería al militar”.
Declaró en ese punto la muchacha:
“Pienso, señito, que mientras yo dormía
entró en mi cuarto un hombre, y sin que
me diera cuenta hizo en mi cuerpo obra
de varón”.
“¡Ah! -bufó la mujer volviéndose hacia
su marido, que procuraba disimular su
presencia en un rincón-. ¡Entonces tú
eres el culpable!”.
Preguntó asustado el esposo: “¿Por
qué supones eso?”. Respondió la señora:
“¡Porque eres el único hombre que
conozco que puede penetrar a una mujer
sin que ella se dé cuenta!”. FIN.


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