miércoles, 24 de abril del 2024
 
Por Alejandro Mier Uribe
Columna: Andares
Neto
2015-05-24 | 09:23:31
Falleció.
Ernesto D´Gyves Infante, mi gran amigo
de la niñez y juventud, se fue.
Y ahora que justo empieza el recorrido de
los recuerdos, mi querido Neto, te vi llegar
de once años, sano, regordete y chapeado,
a chiflar en mi casa para ver si podía salir
a jugar.
Siempre callado. No decías una palabra
más que las necesarias para comunicarte. A
tu corta edad, la vida ya había comenzado a
darte la espalda arrancándote de golpe, sin
contemplaciones, a tus padres.
¿Qué podía hacer un niño tan noble, sin
una guía, por este mundo?
Pobre de ti, amigo mío, eras como una tarde
gris de tormenta incesante; sin embargo,
tu rostro figuraba ser una gran mole de roca
imposible de penetrar. Al verte, me preguntaba
si en ese silente lapso de primaria,
encontrabas algún lugar para desahogarte,
pero aún lo dudo. Yo creo que todo ese llanto
del niño que pierde a sus padres y nadie le
explica más nada, se quedó en tu pecho,
matándote de apoco.
¿Es posible que en los tíos y primos que
te adoptaron, realmente cupiera tanta
frialdad?
Vivías en una cárcel en la que la única
manera de liberarte por ratos, era sacando a
pasear al “Skipy”, tu perro boxer, compañero
también de mil batallas.
A ti, sería inadmisible dedicarte un
“Andares” a manera de reconocimiento o
despido porque tú, amigo, siempre estarás
en mis recuerdos de niño, desfilando en mis
historias de viejo.
Como aquella vez, que el maestro de
electricidad de segundo de secundaria nos
correteó por el pasillo de los laboratorios al
descubrir que falsificamos las calificaciones:
“¡Mier y Deguives!”
-Gritaba enardecido mientras se le salían
los gallos- “¡Están expulsados de mi clase!”
Jamás te escuché reír tanto. No sé si porque
el maestro todavía traía colgada del saco la
cola de papel que le pegamos o porque el
pinche naco nunca aprendió a pronunciar
tu apellido: ¡Se llama D´Gyves, no Deguives!
le gritaban los compañeros.
Con nuestros pantalones grises a cuadros,
la secundaria transitaba y en un momento
sin registro cambiamos las canicas por
cruentas cascaritas de fútbol contra Amado
y el Chico, los panaderos. Las apuestas se
ponían “de a peso” pero ese toque majestuoso
y la habilidad de la edad siempre nos sacaban
avante; pobre de nosotros si no, ya que nunca
teníamos para pagar.
Poco después, empinando un tarro de
cerveza en la mesa del fondo de la “Ronda de
Fernando”, nos cayó de tajo la adolescencia;
Emmanuel estrenaba su “Caprichosa María”
y su “Olor a hierba”.
En ese mismo escenario fue que planeamos
huir de casa y así, con nada más que un
cigarro en la boca, la calle nos brindó refugio.
“Jamás dejes el hogar sin el Excelsior”, decía
Raúl, “es el periódico más calientito para
taparte en las noches,” y algo tenía de razón.
Al año siguiente, desde la recámara de
la casa de mis padres, podía ver la bombilla
encendida del cuarto de azotea que ese invierno
alquilaste. Esa era la señal de que ahí
estabas. No sabes que triste era en navidad
ver mi casa tan llena de amor sabiendo que
tú estabas solo; ya para ese entonces nos
habían prohibido la amistad y al igual que
Ricardo, Coco o Mauricio, esperábamos el
menor descuido de nuestros papás para escaparnos
y llevarte un poco de pavo, algo de
vino y mucha compañía. Sin embargo, cada
vez era más inútil porque tu gran enemiga,
la vida, te ganaba más trecho y a base de
latigazos de soledad comenzaba a doblegarte
estrechándote en las garras del alcohol.
Por si no le bastara tratarte con la punta
del pie, decidió llevarse a Mario, tu hermano
mayor. Y claro, no lo hizo de una manera
decente sino de la forma en la que al parecer
le gustaba hacerlo contigo: ensañándose.
¿Qué culpa podrías tener de haber crecido
en esa situación?
Llegó otra Noche Buena, te llevé unos
cigarrillos y conversamos alegremente hasta
que cerca de las once treinta tuve que regresar
a mi casa porque se iban a abrir los
regalos y ni modo de no estar. Volví como a
las dos y me senté a tu lado; estabas con la
mirada fija, gelatinosa, mirando a la nada;
algo musitabas y entre susurros te quejabas.
Ya no te diste cuenta de mi presencia
y nuevamente con tristeza, constaté que
ni siquiera tu inconciente había aprendido
a llorar, esa puerta, simplemente estaba
sellada.
Me retiré a casa y antes de ir a la cama, la
que por cierto estaba bien cobijada y repleta
de hermanos, observé que la bombilla seguía
prendida. Poco a poco el sueño me venció
y ahora esa imagen vuelve a mí, porque,
¿sabes, Neto? Al marcharte, la dejaste encendida.
Hay una luz aquí, que jamás se
apagará.
Fue precisamente en el callejón que daba
a casa de Violeta, que decidí alejarme. No
necesariamente de ti, ni de la banda. Era de
la vida que estábamos llevando. No más cervezas
banqueteras; no más farsas y engaños;
no más robos inocentes; basta de desafiar
a la buena suerte. A lo lejos, empezaba a
vislumbrar un profundo barranco al que tú
aparentabas tener mucha prisa por llegar, y
al que yo no quería caer. Lo siento.
Aunque nunca me lo dijiste, se que lo
habrás tomado a mal. Te abandoné pero era
obvio que nuestros destinos se resistían a
mantenernos por la misma vereda.
Por eso, ahora que por fin descansas,
espero que antes de tu último respiro, no
olvidaras reírte de esta vida terca que tanto
se empecinó en llevarte la contra y la hayas
mandado directo al carajo.
Qué pena Neto, no ver más tus tenis Adidas,
tu pantalón de mezclilla y tu camisa del
camello. Me dueles de veras, pero nada me
hace más feliz que pensarte en el lugar que
este mundo tanto te negó: los brazos de tu
madre y la protección de tu padre.
Puedo entenderlo. Guardar esa presa de
lágrimas que llevabas en el corazón para
desbordarlo, como aquella tarde de tormenta
incesante, en un llanto de felicidad con tus
padres, con Mario, fue muy astuto de tu
parte.
Espero estés llorando así, amigo mío,
porque yo como en aquellos tiempos y como
siempre, te estoy acompañando.
andares69@yahoo.com.mx


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