viernes, 29 de marzo del 2024
 
Por Alejandro Mier Uribe
Columna: Andares
Gemelas
2016-06-26 | 10:04:16
El suburbio donde Jennifer Evans y Johnatan Morales
iniciaron su vida de casados, era el sueño de toda familia
americana.
Corría el año de 1948, ambos eran muy jóvenes y los
nuevos aires y ánimos después de la segunda gran guerra
presagiaban un futuro lleno de prosperidad.
Johnatan acababa de ser contratado en Emmerson &
Partners, una de las compañías constructoras más prestigiadas
de Winsconsin. El puesto incluía la renta de una
fabulosa casona de madera que tenía todas las espaciosas
habitaciones necesarias para una gran familia y privilegiada
con un majestuoso jardín que rodeaba la propiedad.
Muy pronto, Jennifer quedó encinta hecho que los llenó de
felicidad. El mundo parecía perfecto, nada podía ser mejor.
Cuando comenzó el sexto mes de gestación Jennifer había
subido en exceso de peso y su abultado vientre amenazaba
con dar a luz en cualquier momento; sin embargo, ella se
sentía muy bien y sus descansos sólo eran interrumpidos
por las tremendas patadas que comenzó a dar Caroline.
Jennifer no lo sabía, pero en pocos meses daría a luz a
dos pequeñas y por raro que parezca, cada que Caroline
pateaba en busca de su atención, Jennifer, instintivamente,
sin saberlo, comenzaba a acariciar la parte alta de su vientre,
lugar donde reposaba tranquilamente la pequeña Jenny.
Caroline pateaba con más fuerza, pero lo único que lograba
es que su madre sobara más a Jenny colmándola de tiernas
frases de consolación.
Cuando por fin nacieron, fue una gran sorpresa encontrarse
con dos bebés. El doctor Steven se los llevó a su cama
y para Jennifer, al verlas, fue como si le hubieran obsequiado
dos autos y ella simplemente eligió la de su color preferido
dejando a la otra bebé en un muy lejano segundo término,
a miles de millas de distancia.
-Mira mamá, -dijo Jennifer conmovida, -es tan blanca…
-Y tiene el mismo azul de tus ojos, -respondió la Sra. Evans.
-Eres perfecta, nena, -le susurró al oído y dándole su
primer beso, agregó: -te llamaré Jenny, igual que tu madre.
La Sra. Evans tampoco se preocupó mucho por observar
a la segunda bebé. En ese momento su padre la cargaba y
ambas se miraron viendo con cierto menosprecio que la
chiquilla tenía ese tono cafecito que tan poco les gustaba
de Johnatan, rasgo latino que quizá era el único aspecto de
su esposo que ambas despreciaban.
En cuanto llegaron a casa, cada que Jennifer compraba
ropa, preparaba de comer o elegía juguetes y regalos, lo hacía
pensando en su idolatrada Jenny y de paso, pues tomaba algo
para que Caroline, como finalmente Jonathan nombró a la
segunda bebé, no la molestara.
Así crecieron y Caroline resentía a cada instante el favoritismo
de su madre alimentando la semilla de odio hacia
ellas, pero principalmente hacia la causa de su infelicidad:
la preciosa, la divina, la inteligente, la agraciada Jenny.
Cinco años tenían la tarde en que mamá las llamó a la
mesa. Como siempre, a la primera en servirle fue a Jenny.
Mamá le dio un consomé de pollo calientito. Caroline se llenó
de rabia porque tenía mucho apetito y no la atendían, así es
que con mucha discreción fue arrastrando el mantel, muy
despacito, hasta vaciar la sopa hirviendo sobre las piernas de
su hermana. Del grito que pegó todos corrieron en su auxilio
para llevarla al hospital. Caroline pasó toda la tarde sola,
sin que nadie se acordara de ella, pero lo recordaba como
uno de los días más felices que había tenido.
Llegada la Navidad de sus ocho años, Caroline cambió su
eterna postura de rencor y tristeza por una inmensa sonrisa.
Todos estaban extrañadísimos por su nueva actitud a pesar
de que, como de costumbre, los regalos de Jenny eran una
mina comparados con los despojos que ella recibía. Su mayor
momento de regocijo fue cuando Jenny destapó la gigantesca
caja en la que venía la “bebé caminadora”. Caroline esta vez se
puso en primera fila para ver el amor con que su hermanita
abrazó a su muñeca y le mostraba a la familia entera las
infinitas gracias de su “bebé caminadora”.
Cuando se fue a recostar, Caroline seguía muy ilusionada
y no podía esperar a la mañana siguiente para llevar a cabo
los diabólicos planes que había ideado con tanto cuidado,
con tanta emoción.
Para el desayuno, nadie se había tomado la molestia de
llamarle, así que Caroline hizo como si siguiera dormida
hasta que los gritos de horror de su hermanita le iluminaron
el semblante. Los escandalosos chillidos provenían de la casa
de los perros, al fondo del jardín, donde inexplicablemente
había aparecido la “bebé caminadora” completamente mutilada.
Por su puesto, nadie sospechó de ella.
Durante las siguientes años la situación se fue agravando,
pero para los padres culpar a Caroline era casi imposible
ya que para actuar sin ser descubierta era toda una artista,
sagaz, astuta.
Estaban por cumplir 18 años cuando Henry entró en sus
vidas. Henry era compañero de High school de Jenny y como
tenían meses coqueteándose, Jenny pensó que el momento
de presentarlo con papá y mamá había llegado.
Caroline se encontraba recostada en el jardín asoleándose
en un camastro, cuando los vio entrar. A pesar de que su piel
era apiñonada y lucía espectacular, sobre todo en verano
cuando le favorecían los rayos del sol, odiaba su tono por el
simple hecho de ser más oscuro que el de Jenny, igual que
sus ojos, igual que su cabello, igual que su alma.
A pesar de que Henry no hizo absolutamente nada para
que así fuera, desde que Caroline lo vio, lo hizo suyo, de su
exclusiva propiedad. Lo que más le gustó de él, es que Henry
también era moreno claro y que mantenía un cuerpo viril
muy atlético y bronceado por las intensas horas de práctica
de fútbol americano en el colegio.
A partir de ese primer encuentro, cada que Caroline
lo escuchaba llegar a casa se ponía unos shorts ajustadísimos
que usaba para dormir y se paseaba ante sus ojos
contoneando sus sensuales piernas. Henry por más que
quisiera no podía dejar de ver el suculento nacimiento del
que asomaban sus caderas. Caroline lo suponía y fantaseaba
con aprender a besar prendida de sus labios y enredarse por
sus dorados músculos hasta convertirse en sabia del amor
para apaciguar su ansia cada vez que él quisiera henchirse
de delicias carnales. Por las noches, en cuanto oscurecía,
buscaba desesperadamente encontrarse con Henry. Aseguraba
que veía las estrellas destellar en sus negros ojos. Y
por las madrugadas, ya que todos dormían, sigilosa, bajaba
a la cantina de su padre y bebía sus botellas, vodka, tequila
y whisky por igual, mientras deliraba ardientes maneras
de poseer a Henry.
Pronto vendrían días muy lóbregos para Caroline. Caminaba
por la habitación de su madre cuando oyó voces.
-Si hija, sigue mi consejo, -decía la Sra. Jennifer -debes
provocar a Henry para que dé el siguiente paso, que se comprometa
de una manera más seria contigo.
-…Pero, ¿acaso crees que alguien podría arrebatármelo?
¿Quizás… Caroline?
-No, princesa. Que Dios me perdone, pero tu hermana
es muy poca cosa como para eso… es sólo que Henry es muy
apuesto y debes amarrarlo por tu propia seguridad…
Caroline no quiso oír más. Furiosa se fue directa al cajón
donde escondía las pastillas con las que meses atrás había
comenzado a drogarse, extrajo dos y se las tomó ayudada
por un trago de whisky.
A la semana siguiente, al enterarse de Henry visitaría
a su hermana, se puso un provocador vestido y se llenó de
cremas y perfume. Estaba dispuesta a todo, lo tomaría,
lo besaría y se entregaría a él, así que, en cierto momento,
bajó muy silenciosa las escaleras esperando poder tener el
añorado encuentro a solas con él, pero para su mala fortuna
lo que vio terminó de hacerla pedazos. Jenny y Henry hacían
el amor recostados en la alfombra de la sala. Por primera
vez en la vida, a Caroline le temblaron las piernas y sintió
resquebrajarse por lo que se puso en cuclillas y sujetada
del barandal de las escaleras lloró y lloró sin dejar de ver ni
por un segundo cada detalle del punzante acto en la que la
dorada piel de Henry se extraviaba entre los lechosos muslos
de su hermana.
Para cuando Jenny se fue a dormir a su habitación, Caroline
tenía rato deambulando alcoholizada de bar en bar. Había
tasajeado con un enorme cuchillo de cacería la cama de su
hermana y jamás regresaría a casa, aunque se lo pidieran,
hecho que por cierto jamás nadie realizó.
Los años siguieron su curso. Jenny y Henry por fin habían
contraído matrimonio y esperaban a su primer bebé. Jenny
descansaba plácidamente en la mecedora del jardín cuando
el teléfono sonó:
-Hola…
-¡Jenny! ¡Jenny! ¿Eres tú? ¡Soy yo hermanita!
-¿Caroline? No lo puedo creer…
-Sí Jenny soy yo y estoy muy arrepentida de lo sucedido
¡tienes que perdonarme! ¡Te lo ruego! …Estaba tan confundida.
-Oh Caroline, tranquilízate, no tengo nada que perdonarte,
pero ¿dónde has estado todo este tiempo? ¿Cómo
estás? Mis padres te echan de menos… -mintió.
-Tengo tanto que contarte y estoy tan feliz de que por fin
podamos hablar.
-¿Por qué no vienes a casa?
-Eso quisiera, créeme que nada me gustaría más, pero
tienes que ayudarme, no puedo presentarme nada más así…
-¿Y yo qué puedo hacer?
-¡Ya sé! ¿Qué te parece si nos reunimos, sólo tu y yo como
cuando éramos niñas, en la vieja cabaña del bosque. Así
podrías aconsejarme que hacer para enfrentarme a mamá
y papá y darles la sorpresa de mi regreso.
-Pero Caroline, eso es imposible debes saber que estoy a
una semana de dar a luz…
-¡Por favor! ¡Por favor! Será sólo una tarde y volveremos
juntas a casa, ¡no me niegues eso!
-Está bien, está bien… mañana nos veremos.
En cuanto Jenny llegó a la vieja cabaña, Caroline la sorprendió
dándole un fuerte golpe en la nuca con un trozo de
la madera que ocupaban para la leña. Después, la amordazó
para que sus gritos no fueran a ser escuchados por algún
excursionista despistado que merodeara la zona. Le ató las
manos por la espalda y halándola de la rubia cabellera, la
arrastró al interior.
Al llegar a la sala, la tumbó sobre un camastro que tenía
previamente preparado y colocó su maletín sobre la mesa.
Todo estaba listo, el día tan deseado había llegado. Aunque
contaba con todo el tiempo del mundo, estaba ávida por
culminar la tarea que con tanta paciencia esperó. Harta de
cachetear a su hermana para que dejara de implorar con esos
exagerados gestos que amenazaban con expulsar sus ojos,
las manos le temblaban y comenzaban a hinchársele y eso
no era bueno para su labor, tenía que conservar un pulso,
como decían cotidianamente (pensó que el termino jamás
estuvo mejor empleado) de cirujano.
Preparó su jeringa y clavó la aguja en el cuerpo de Jenny.
En lo que la anestesia comenzaba hacer efecto, le quitó la
mordaza y entonces suplicó con voz muy débil:
-No lo hagas, por favor. Te lo ruego.
-Cállate idiota, sólo tomo lo que me pertenece.
Después cogió el bisturí, trozó la blusa de su hermana
y sobó su abultado vientre. Recargó la navaja y comenzó a
aplicar, con sumo cuidado, el primer corte. Sonrió complacida
al constatarse de que tantas y tantas horas de práctica,
primero sobre diversos frutos y luego en animales, habían
dado resultado, la fisura era perfecta.
Jenny estaba semi inconciente pero en cuanto Caroline
penetró un poco más su piel, se desmayó del dolor. Caroline
continuó capa tras capa de piel hasta llegar por fin a la
tan anhelada telilla delgada, esa fina pielecilla que había
que rasgar con mucha mayor delicadeza y tras al cual se
encontraba su botín. Así lo hizo, tenuemente como tantas
veces lo practicó en pollos, y sin dejar de secar la sangre con
cientos de gasas. De pronto, todo se abrió y un río de viscosos
líquidos, morados, rosas y violáceos, se desbordaron.
Caroline colocó una toalla y removiendo las entrañas de
Jenny introdujo su mano hasta capturar al bebé, luego, lo
extrajo de un brusco jalón. En cuanto el bebé vio la luz, o
casi se podría decir que a Caroline, soltó un agudo llanto.
Caroline no se disgustó, simplemente tomó el bisturí y cortó
el cordón umbilical.
Sin mayores contratiempos envolvió a la blanca nena en
una cobijita y salió de la cabaña sin siquiera voltear a ver a su
hermana que se desangraba moviéndose dolorosamente por
falta de la dosis correcta de anestesia. Abrió la puerta y se fue
sin tomarse la molestia de cerrarla ¿a quién le importaba?
Breves instantes después, unas insistentes patadas
volvieron en sí a Jenny por unos brevísimos segundos, lo
suficiente para llamar por ayuda.
Cuando los paramédicos llegaron a la cabaña, tenía
escasos minutos de haber muerto.
-No hay nada que hacer, -dijo la doctora al descubrir que
no tenía pulso.
-¡Espera! -Respondió su compañera incrédula de lo que
sus ojos estaban presenciando, -¿qué es eso? ¿Su vientre
se movió?
Así era, allí muy bien escondido estaba un segundo bebé.
Se trataba de un varoncito moreno claro que, furioso, no
cesaba de patear. La historia lo conocería como Henry, el
vengador sanguinario.
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