sábado, 04 de mayo del 2024
 
Por Alfonso Villalva P.
Columna: Las mentiras del Poder
Desaparecida
2014-03-28 | 09:33:29
Él vuelve a asomar por la ventana. Su hija
no llega. Son las once de la noche de un día
regular de la semana en el que ella acostumbra
llegar a casa saliendo de clases,
digamos a las nueve de la noche. Él llamó
por teléfono al noviete ese que hasta hace
poco acompañaba a su hija, llamó a las
amigas, pero nadie supo dar información
de su ubicación, nadie la había visto en todo
el día. Su preocupación es mayor pues ella
tiene algunos meses de actuar de manera
extraña.
Primero, ese permiso inesperado solicitado
telefónicamente a las tres de la
tarde para irse a pasar un par de días a
casa de una amiga en Cuernavaca, porque
iban a preparar un examen, un trabajo
de la escuela o algo similar. Después, ese
golpe en el pómulo derecho que ella juró
habérselo dado con el lavabo de su amiga
cuando resbaló saliendo de la regadera,
y la violencia con la que apartó la mano
de su padre cuando éste trató de tocar la
herida. El mal humor permanente que él
atribuyó cómodamente a las hormonas,
al ciclo femenino que seguramente se
había alterado y le producía esos llantos
nocturnos, esos arranques de violencia.
Como la comunicación abierta y auténtica
no es una práctica común, sobretodo
entre padre e hija; como nuestra hipocresía
impide a padres y madres tratar
temas personales o íntimos con los hijos
–especialmente las hijas- y los eufemismos
mexicanos no permiten dirigirse de
manera directa al problema, él la dejó
pasar… seguramente con el tiempo todo
mejoraría, luego volvería a la normalidad.
Mientras él recapitula estos antecedentes,
suena el timbre del teléfono.
Una voz femenina que se identifica con
el mismo nombre de la amiga de la casa
de Cuernavaca, e inmediatamente informa.
No tengo casa en Cuernavaca, ni
leches, soy compañera de su hija, verá,
nunca fuimos a preparar exámenes ni
nada similar, verá, esa tarde, saliendo
de la escuela nos atacaron unos cerdos
con charola de la judicial. Al primer golpe
yo quedé inconsciente, pero a las dos nos
violaron descaradamente entre los cinco
cretinos que por puro gusto nos siguieron
golpeando.
Su hija y yo llegamos al infierno, al
peor estado emocional y físico de una
mujer. Nos sentimos sucias, humilladas,
destrozadas por dentro. Nos habían contaminado
el alma, nos destruyeron todos
nuestros sueños, nuestra ingenuidad. Nos
predispusieron para detestar a cualquier
hombre que se nos acercara, nos mataron
en vida, nos quitaron las ganas de amar, la
posibilidad de entregarnos eventualmente
a una pareja por amor.
Cuando todo terminó, ellos se fueron despacio,
riendo, diciendo que las dos éramos
unas rameras. Y nos dejaron allí, tiradas,
sangrando, golpeadas, llorando. Nos fuimos
juntas a tratar de sanar al menos físicamente.
A ella le avergonzaba mucho pensar en
que sus padres, su novio y sus amigas se enteraran
de lo ocurrido, y entonces inventó
lo del golpe en el lavabo.
Al otro lado del teléfono, él, con el diafragma
contraído por la rabia y la indignación,
sintiendo flaquear las rodillas, vence el nudo
en la garganta y se atreve a preguntar con voz
trémula, apenas audible, ¿ella donde está?
La supuesta amiga de Cuernavaca acusa un
carraspeo que esconde un sollozo y explica,
con la mayor serenidad que puede acopiar
en las circunstancias: lo peor sucedió dos
meses después, cuando ella me confesó que
no le había bajado, que sospechaba estar
embarazada.
Fuimos juntas a los exámenes y resultaron
positivos. Ella se desquició, y dijo que nunca
tendría un hijo de esos bastardos. La traté
de disuadir, le sugerí que hablara con sus
padres, con un amigo, con su novio, pero ella
rehusó, dijo que nunca le comprenderían,
que seguramente la acusarían de provocar
la violación, o que la humillarían aún más y
la tratarían como delincuente en el futuro.
Llorando me confesó que nunca había
hablado con usted siquiera de sexualidad,
que estaba segura de que se convertiría en
una persona marcada socialmente. No quiso
entender razones y la dejé de ver por unos
días.
Sin embargo, fue hoy por la mañana que
me esperó en las puertas del colegio y me
pidió que la acompañara, me dijo que no
encontró ayuda, que nadie quiso ocuparse
de su caso, que recorrió todos los hospitales
oficiales y le cerraron las puertas,
se negaron siquiera a escucharla, unos
por razones morales, otros por problemas
legales, pero todos evadieron la mínima
responsabilidad de escucharla, de tratar
de ayudarla, de buscar junto con ella soluciones
alternas.
Entonces lo decidió y consiguió los
datos y el dinero quien sabe de donde. Yo
no quería al principio ir con ella, me dio
miedo el tema clandestino, pero pensé
que estaría peor sin compañía. Nos subimos
a varios camiones y microbuses,
llegamos a una calle solitaria, cerca de
una colonia industrial.
Ella tocó en un número y nos recibió
una enfermera, quien nos hizo pasar a un
cuarto frío y sucio de azulejos brillantes.
Le pidió que se desvistiera y me entregara
a mí todas sus pertenencias. Le hicieron
un lavado intestinal y le aplicaron una
inyección.
Después yo estuve allí esperando, en el
suelo porque no había donde sentarse, y
pasaron horas, muchas horas, hasta que
la enfermera salió y me dijo que mi amiga
ya se había ido, que el aborto había funcionado
tan bien que ella salió caminando.
Supe que debía esperar lo peor… yo tenía
su ropa.
Salí despavorida a la calle sin saber
qué hacer, y caminé sin rumbo, sin saber
dónde me encontraba, cuando de pronto,
la vi a ella detrás de un depósito de basura,
con una bata quirúrgica, desangrando su
existencia entre las piernas.
Llamé a la Cruz Roja pero fue inútil,
pues cuando llegaron, ella ya no respiraba.
La trajeron aquí, con Ministerio
Público y todo, y me interrogaron, me
amedrentaron, como si yo fuera una
asesina. Entonces encontré entre sus
cosas el número telefónico de su casa y
decidí llamar, porque sabe, además hay
que reconocer el cadáver.
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