domingo, 28 de abril del 2024
 
Por Maricarmen García Elías
Columna: Animalia
Tauromaquia
2014-07-04 | 21:44:33
La primera referencia histórica de una corrida de toros, data de 1080, como parte del programa de festejos de la boda del infante Sancho de Estrada, en Ávila, España. Existiendo una conexión psicológica entre la corrida y estas celebraciones por la simbología ritual imaginaria entre toro y torero, o entre lo masculino y lo femenino, con ramificaciones en el folklore y las fiestas populares, así como la relación libidinal entre el público y el torero, y otros elementos menos visibles que manifiestan todo un espectro de deseos, traumas y pasiones.
Aunque varios escritores apuntan que el Cid Campeador, Rodrigo Díaz de Vivar, fue el primer caballero español que alanceó toros, según Plinio, la práctica la introdujo Julio César, atacando él mismo con una pica a los toros a caballo. Una costumbre que los moros consideraban menos peligrosa que los torneos entre cristianos, que les preparaban para las batallas en las que los hombres se mataban del mismo modo.
Durante la Edad Media la corrida de toros se desarrolla y es monopolizada gradualmente por la nobleza que, influenciada por la galantería y el mal ejemplo de los burgueses en el poder, como sucede en España en la actualidad, se disputaba la notoriedad pública, las atenciones de las damas y el respeto de los demás, exhibiendo su “valor” y gallardía, acosando y alanceando toros, considerados como enemigos.
La reina Isabel la Católica rechazó las corridas de toros, pero no las prohibió, mientras que el emperador Carlos V se distinguió por su afición y mató un toro de una lanzada en Valladolid para celebrar el nacimiento de su hijo Felipe II, en cuyo reinado se promulgaron las primeras condenas eclesiásticas.
Durante los siglos XVI y XVII, en España y el sur de Francia ya se practicaba la suelta de vaquillas y toros por calles y plazas, y otros festejos como los toros de fuego y los toros embolados, ensogados o enmaromados, comparables en crueldad con el espectáculo aristocrático de la corrida en el que el caballero tenía un papel preponderante en el acoso y muerte del toro, que también sufría las mil provocaciones que le causaban los peones desde los burladeros o caponeras, los arpones que la gente le clavaban y los arañazos de algunos gatos introducidos en algún tonel que el toro desbarataba. En Sevilla, se documenta una corrida, a cargo de la cofradía de Santa Ana, con “seis o doce toros con cinteros y sogas para regocijo del pueblo”, llegando a generalizarse en las grandes corridas a caballo, con rejones, la provisión de un primer toro “para que sea burlado, humillado y muerto por el pueblo de a pie”.
El entusiasmo de la nobleza por las corridas se mantuvo durante el reinado del español Carlos II, pero a partir del siglo XVIII, cuando la nobleza se desentendió del toreo a caballo, a raíz de la prohibición de Felipe V de las llamadas “fiestas de los cuernos” (también rehusó participar en un auto de fe organizado en su nombre al principio de su reinado), se impuso el protagonismo plebeyo en el toreo a pie, con la novedad de la muerte del toro a manos de la gente más vil y poco refinada vinculada con el abasto de carne y los mataderos, adoptando las capas y mucha de la parafernalia que existe hoy en día en los lugares donde aún hay corridas de toros, pasando de ser el enfrentamiento con el toro un entrenamiento “deportivo” a un negocio lucrativo que siguió contando con el apoyo real para erigir en la Puerta de Alcalá de Madrid la vieja plaza de obra de fábrica, donada por Fernando VI a la Real Junta de Hospitales, que fue inaugurada en 1754.
A finales del siglo XVIII, una iniciativa para civilizar las costumbres del país del conde de Aranda, ministro del gobierno ilustrado de Carlos III y presidente del Consejo de Castilla, desembocó en la promulgación de la Real Orden de 23 de marzo de 1778, que prohibía las corridas de toros de muerte en todo el reino, con excepción de aquéllas destinadas a sufragar, “por vía de arbitrio”, algún gasto de utilidad pública o fines benéficos, siendo éstas prohibidas también posteriormente por la “pragmática-sanción en fuerza de ley” de 9 de noviembre de 1785, que contemplaba su “suspensión”. Finalmente, por el decreto de 7 de septiembre de 1786 se consumó la total prohibición de todos los festejos, sin excepciones, incluidas las corridas concedidas con carácter temporal o perpetuo a cualquier organismo como “las Maestranzas”.
En su deseo por seguir afianzados al poder, la mafia taurina y los ganaderos manipularon el comportamiento y la fuerza del toro reduciendo su tamaño y fabricando un animal acomodaticio por medio de sucesivos cruzamientos para adaptarles al ritual taurino “moderno” que incluye también la muerte de miles de caballos, horriblemente destripados, lo que convierte las corridas de toros en verdaderas carnicerías que, en Europa ,acabaron reduciendo la población equina a la mitad, lo que motivó la introducción en 1928 del peto, una colcha protectora de invención francesa, que no elimina el sufrimiento del caballo, pero evita herir la sensibilidad de los espectadores que menos toleran la sangre.
Las corridas de toros en América, Francia y Portugal atravesaron las mismas vicisitudes que en España, decretándose prohibiciones civiles y eclesiásticas que, salvo algunas excepciones, no se respetaron, aunque contribuyeran al desarrollo de un estilo diferente de espectáculo, igualmente cruel, basado en el tormento y la muerte de un animal sensible.
Temiendo que una mayor preocupación por los derechos de los animales haga más difícil mantener engañada a la opinión pública mundial, la mafia taurina trata desesperadamente de exportar su espectáculo a cualquier país sin ninguna tradición taurina como Egipto y Rusia, o a otras ciudades de Francia como París, donde intentaron organizar una corrida, en junio de 2002.
Hoy en día ya son menos de diez los países que continúan con la tauromaquia, una práctica cuya tendencia es la desaparición por el avance que estamos teniendo de época.
gaem80@gmail.com



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