domingo, 05 de mayo del 2024
 
Por Alfonso Villalva P.
Columna: Cobardía
Cobardía
2014-07-11 | 10:11:19
Dio vuelta sobre sus talones de manera definitiva.
Bajo la falda aún temblaban sus
rodillas blancas que delataban miedo, emociones
encontradas; pero los lazos blancos
del atavismo -que la sujetaban por encima
de la ropa-, superaron en fuerza al más radical
sentimiento que brotaba de su piel.
No se atrevió siquiera a admitir la efervescencia
en su pecho. No se atrevió tampoco
a acortar la distancia. Sin embargo, a pesar
del esfuerzo para ejercer el autocontrol que
su madre y su tía Etelvina le habían enseñado
esmeradamente a perfeccionar, sus
hermosos ojos azul acero la delataron: las
entrañas se fundían en el crisol de la pasión
reprimida.
Demasiadas limitaciones para permitirse
sentir. Demasiados perjuicios,
advertencias de su madre, de su padre, de
su abuela. Demasiados miedos infiltrados
en su corazón durante todos sus años de
infancia, adolescencia. Tanto que cuidar:
la reputación de su padre, el buen nombre
de la familia de su madre, la boca de las
amistades familiares que ante un desliz
no se detendría para cambiar la alabanza
ficticia cotidiana por veneno puro que
verterían en todos los círculos sociales a los
que pertenecía su familia, a los que debían
-según repetía su madre- su prestigio.
Nunca lo debía permitir, y con menor
razón saliendo apenas de misa, en domingo,
cuando la pureza de los sentimientos
que sus padres decían poseer, comenzaba
a desplegarse. La noche anterior, durante
la cena, toda su familia se lo repitió: ella
requería un novio formal que le hiciese
visitas domiciliarias de seis a ocho, y que le
acompañara a misa de diez los domingos.
Un novio con futuro, principios afines
a su familia. Un novio que se adaptase, que
nunca tuviese ideas divergentes; un hombre
manejable que pudiera encajar adecuadamente
en la trama familiar que había tejido
su abuela; que había mantenido su madre
cuando eligió a su padre como marido; qué
no se atrevió a romper Etelvina, a pesar de
haber pagado como precio una soltería
progresivamente amarga.
Era domingo de comida familiar, un
evento en que formalmente debía sentir
cosas bonitas, reír de los chistes de papá
y emocionarse con las sosas historias que
habían protagonizado mamá y Etelvina en
la escuela de monjas en la que terminaron
Secundaria con clase de bordado y destrezas
culinarias.
Era una mañana de domingo de misa,
y a diferencia de lo que se suponía debía
sentir, ella la percibía fría, inhóspita, vacía.
Sintió una soledad inmensa por dentro, y
la impotencia -la furia-, de supeditar sus
sentimientos a los límites atávicos.
Sus ojos azul acero volvieron a fijarse en
los de él, sabía que no era necesario hablarle
para confirmar que estaba loca y mágicamente
enamorada. Le había visto decenas
de veces, precisamente fuera de misa, bajo
un árbol, con sus libros de poesía y literatura
irreverente bajo el brazo, observándola
en su cortejo visual, retando su cobardía.
Su simple mirada la sofocaba, le producía
opresión del diafragma en los pulmones.
Ella hubiera podido correr y entregarse
a su brazos, a su aliento, a la fuerza que él
proyectaba, a su evidente decisión de vivir
en plenitud, haciendo lo que le parecía
enriquecedor para el alma –y para el cuerpo-,
no como papá, que hacía sólo lo que
no provocara sospechas, y sobre todo, lo
que agradara a mamá, siempre cediendo,
siempre obedeciendo, toda la vida regañado
y reprendido por una esposa que sí tenía un
par, no como él –qué decepción-, eternamente
escudado en la palabra prudencia,
en la facilidad cobarde de no decir esta boca
es mía, señora, y todos a jodernos. -¡Viejo
cobarde!-, pensó, y automáticamente se
censuró e hizo una nota mental para explicarle
a su confesor el pecado que había
cometido. Por dios, las palabras inéditas
venían a su mente de igual manera que sus
nuevas emociones.
Pero ese día era el peor, ¡para que diablos
le habría entregado él –una semana antes-,
esa tarjeta en la que le propuso huir hacia
otros horizontes, en busca de aventura, de
fortuna, a dedicarse a sentir, querer, vivir y
reír, a asumir la vida como un reto de pasión,
valor y neuronas! Durante siete días ella
no durmió. ¿Cómo se atrevía? ni siquiera
les habían presentado formalmente, ni
siquiera sabía su nombre.
Pero el volcán ya hacía erupción por primera
vez, de manera irreversible, y ella, se
sorprendía de la capacidad animal de un
desconocido para desatar sentimientos, sin
abrir la boca, con el simple salvajismo de
una mirada, y una apariencia sencilla de
hombre de acción, copas, guitarra y pelo
revuelto.
Ciertamente ese era el peor día de su
existencia, porque su cultura familiar
estándar estaba en jaque por una voluptuosidad
insufrible, por una sensualidad
-mezclada con vergüenza- que le obligaba
a sentirse, a notar su cuerpo, sus formas, en
la sencillez de dar unos pasos, en el ardor de
su mirada -la de él- clavada en su espalda
con descaro encantador.
Mientras se alejaba dejando atrás la pasión,
cerró los ojos azules, hermosos, que
desprendieron una lágrima salada. Cerró
también los puños, subió al auto de su padre,
lo miró a él por última vez, luego a su madre
y a Etelvina, y se resignó a desperdiciar su
belleza, su cuerpo, su sensualidad, en un
noviete aburrido y convencional que la visitaría
de seis a ocho, le regalaría claveles en
su santo, tendría un puesto estable y razonable
en alguna compañía multinacional,
le entregaría cheque quincenal y vales de
despensa, y le haría el amor una vez al mes
–como lo hace las parejas decentes, como lo
hacen quienes se entregan a la podredumbre
de lo cotidiano-.
Contuvo un suspiro y comprendió que
ya estaría irremediablemente al margen
de la vida real, la que se siente en la piel, las
sienes y el corazón; comprendió que usaría
la salida falsa como su padre, su madre,
Etelvina, y la madre que los parió a todos;
comprendió, en fin, que se arrepentiría
siempre, porque los amores cobardes se
van, simplemente..., a la mierda.
Y así, un domingo de misa, sacrificó el
delirio, la pasión, la magia, los sueños, a
cambio de la seguridad que brinda la hipocresía
familiar; renunció esa mañana a convertirse
en mujer de bandera, a cambio de
la normalidad de la comida los domingos y
un marido bendecido por el canon social y la
mitra, un cónyuge estándar, gris, insípido,
roncando en su lecho. Total, ese era el futuro
que merecía, porque a fin de cuentas, los
amores cobardes nunca pasan a la historia.
columnasv@hotmail.com
Twitter: @avp_a


NOSOTROS

Periódico digital en tiempo real con información preferentemente del Estado de Veracruz México


NOSOTROS

Periódico digital en tiempo real con información preferentemente del Estado de Veracruz México