viernes, 03 de mayo del 2024
 
Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Caín y Abel
2014-07-27 | 09:44:05

Una amiga le preguntó a doña Frigidia: “Tu marido ¿es difícil de satisfacer en el renglón del sexo?”. “Lo ignoro -contestó ella-. Nunca he tratado de satisfacerlo”.

Don Algón despidió a su secretaria por falta de experiencia. Lo único que sabía era tomar dictado, archivar, manejar la computadora.

La recién casada le preguntó a su maridito: “¿Te gustaría una familia grande?”. Respondió él, ilusionado: “Sí”. Entonces ella trajo a sus papás y a sus cinco hermanos a vivir en la casa.

Declaró Pirulina. “No me gusta el sexo en el cine. Hacerlo en la butaca es muy incómodo”.

Dar es mejor que recibir, excepción hecha de si eres boxeador.

Una vedette lucía un gran brillante. Quiso saber una compañera suya: “¿Cómo te hiciste de él?”. Explicó la otra: “Lo compré con mis ahorros”. “Uh no -dijo la otra con desdén-. Eso le quita todo mérito”.

Doña Macalota le preguntó, extrañada, a su marido don Chinguetas: “¿Por qué dijiste anoche en la fiesta que te casaste conmigo porque soy una gran cocinera? Tú sabes que no me gusta la cocina”. Contestó don Chinguetas: “Alguna excusa tenía que dar”.

Cuatro añitos tenía Lorilita. Era una niña dulce, un angelito de azules ojos y cabellos rubios. Su frente nívea era un campo de nardos y azucenas; cuando sonreía sus mejillas róseas se adornaban con graciosos hoyuelos.

Mostraba entonces sus dentezuelos, diminutas joyas engarzadas en alabastro o en marfil. Con su vestidito de encaje y seda color de rosa, su almidonado delantalito blanco y sus zapatitos de charol semejaba un querubín que hubiese escapado del Cielo para mostrar a los humanos la gracia y hermosura que privan en la mansión celeste.

Su voz era una sonatina de Clementi; sus infantiles palabras fluían como un claro manantial que corriese entre lucientes guijas de oro. Cuando iba por el jardín los rosales florecían a su paso para ofrendarle la belleza y perfume de sus pétalos.

Pues bien, sucedió que una cuadrilla de albañiles llegó a construir una casa al lado de la suya. Desde la ventana Lorilita vio cómo aquellos hombres cavaban los cimientos de la construcción, y cómo disponían los materiales para fincarlos y empezar a levantar los muros.

Al paso de los días su curiosidad de niña la llevó a acercarse al sitio de la obra. Para los rudos trabajadores la aparición de la pequeña fue como una fresca brisa en medio de las fatigas diarias.

Ella les sonreía, los saludaba agitando sus manitas gordezuelas. La invitaron a verlos trabajar. Su mamá le compró un overol chiquito, de mezclilla, que la niña lucía con orgullo al ir con sus amigos.

Los albañiles la adoptaron como una pequeña mascota; charlaban con ella en sus momentos de descanso, y hasta le daban de su lonche. Lorilita llegó a conocerlos a todos por sus nombres: máistro Juan, máistro Pedro, máistro Luis.

El jefe de la obra, don Antonio, fingió contratarla como trabajadora. Le encomendó tareas inventadas: dibujar la casa para saber cómo iba a quedar; sacar del terreno aquella piedrita que estorbaba.

Al término de la semana la hizo formarse en fila con los demás trabajadores y le entregó un sobre en el cual puso una moneda de 10 pesos. Lorilita, feliz, corrió con su mamá a mostrarle, orgullosa, el fruto de su primer trabajo. La señora se conmovió al ver aquello.

A fin de aprovechar la ocasión para enseñarle a su hija la virtud del ahorro le dijo que con ese dinero podía abrir una cuenta bancaria. La llevó, en efecto, al banco.

Previamente había hablado con el gerente, que se conmovió al conocer la historia de la niña y de su amistoso trato con los albañiles. Atendió personalmente a las dos en su oficina. Con mucha seriedad recibió la moneda que la pequeña le entregó, y estampó, solemne, su firma en la correspondiente ficha de depósito.

Lorilita guardó el papel, ufana, en la bolsita que llevaba. Emocionado por la inocencia de aquella gentil niña el gerente le preguntó con voz llena de ternura: “Y ¿volverás mañana a trabajar en la obra?”. Contestó Lorilita: “Depende”. “Depende ¿de qué?” -sonrió el banquero.

Respondió con dulce voz la angelical criatura: “De si los pendejos de la ferretería llevan los cabrones ladrillos que necesitamos para levantar la chingada pared que nos falta”. FIN.


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