domingo, 05 de mayo del 2024
 
Por Alfonso Villalva P.
Columna: Chamagosos
Chamagosos
2014-08-01 | 09:58:19
Son cuatro niños y ellos dicen que son
hermanos, aunque la verdad yo no les creo
nada. Tienen normalmente la cara forrada
en mugre. Son lo que, cualquier abuela que
se respete, llamaría niños chamagosos;
prototípicos, verá.
Desde la ventanilla del coche –de la cual
se cuelgan, embadurnando de mengambrea
y otras sustancias insospechables el
cristal-, se puede percibir su inconfundible
aroma infantil que acusa días de evitar el
agua y el jabón.
Su lugar de trabajo, quiero decir, el centro
de operaciones en el que presumiblemente
encuentran cada día su escasa fuente de
ingresos, es, precisamente, la parte frontal
de una de estas tiendas microscópicas de
autoservicio que convenientemente abren
al público las veinticuatro horas, y que ofrecen
desde una caguama razonablemente
fría, tortillas de harina empaquetadas,
hasta una oferta armada de tarjetas de
peaje y medios de planificación familiar.
Siempre están allí, siempre que paso yo,
al menos. Su negocio consiste en apostarse
al acecho durante el turno de la noche en
el que el dependiente cierra las puertas y
despacha al través de una pequeña ventana
y ofrecen, los cuatro al mismo tiempo, y
arrebatándose virtualmente al cliente, una
especie de “autoservicio”, es decir, tienen el
gesto de correr, solicitarle al dependiente
la mercancía que usted demanda desde
la comodidad de su vehículo, cobrar en
nombre del individuo que por dentro de
la tienda mira con atención un pequeño
televisor, y entregar el producto sin importar
la naturaleza del mismo –y dicen que
en este país no se venden ciertos artículos
a menores de edad-.
Evidentemente, ellos exigen un estipendio
por el servicio. Prácticamente lo arrebatan,
no porque tengan malos modales,
sino porque legítimamente consideran que
les pertenece. Entre ellos no hay recato a
la hora de guardarse las monedas y dejar
sin contraprestación al más pequeño de los
tres –olvidé decir que he llegado a calcular
que sus edades descienden, aproximadamente,
desde los nueve años, el gordito, y
los cinco, el menor-.
Aseguran, por supuesto, estar al corriente
en todas sus tareas y que sus respectivos
maestros de la escuela a la que
acuden -excepto el menor, que dice que su
madre aún no lo lleva por enano-, son gente
que les enseñan a diario cualquier cosa.
No es que ellos trabajen, no vaya usted
a creer, pues según su dicho, solamente
lo toman como un pasatiempo. Sus ojos
vivarachos indican que todo lo que dicen es
una absoluta y gran patraña, y les delatan
sus habilidades ya adquiridas para abrirse
paso en la vida callejera nocturna, como
el que más.
Los he visto correr de repente, como en
estampida, despavoridos, huyendo quizá
del hermano mayor que viene a cargarles
una comisión que invertirá en cervezas, o
del padre que con lo que ellos han reunido
financiará su borrachera cotidiana de rigor.
No sé de qué huyen en realidad, pero
le aseguro que los rostros tan bruñidos,
tan oscurecidos por la mugre, tan duros a
la hora de exigir el pago de sus servicios,
se transforman para demostrar que ellos
no son más que eso, un puñado de niños
que seguramente llorarán en medio de la
noche, llenos de miedo, ante sus terribles
pesadillas.
Yo no se si ellos debieran despertar en
mí compasión, o si de enterarse que yo
uso esa palabra respecto de su persona,
estarían dispuestos a decirme en forma
inequívoca qué tan estúpido podría ser el
arriba firmante y lanzarme un escupitajo
a la ventana del auto.
Quizá lo que ellos dirían si tuviesen la
oportunidad y las herramientas lingüísticas
adecuadas, es que son unos sobrevivientes,
lo cual, en este país, ante nuestra
negligencia social, nuestra criminal indiferencia
a las distinciones, las segregaciones
y las carencias, ante los contrastes
grotescos de fortuna y bienestar y la mirada
complaciente a la explotación infantil, ser
sobreviviente puede decir mucho más que
cualquier otro calificativo.
Quizá yo sigo pasando por allí con el
pretexto de comprar cigarros, o cualquier
cosa, porque en realidad admiro su valor
y entereza porque aprecio que, a tan corta
edad, y muy por encima de las circunstancias
que no son su culpa ni responsabilidad,
pongan su cara de frente a la vida y soporten
el dolor, las miserias, el abuso o las fregaderas
que les toque sortear, incluso con
una sonrisa o una carcajada espontánea.
Sigo pasando por allí porque quizá, algún
día, me gustaría tener la satisfacción
de verme al espejo una mañana de invierno
e imaginar poseer su fuerza, su voluntad, o
simplemente saber que soy eso, un sobreviviente
social.
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