domingo, 05 de mayo del 2024
 
Por Alfonso Villalva P.
Columna: Imposible de reparar
Imposible de reparar
2014-08-08 | 09:29:45
Ni siquiera reflexionaste. Después de cepillar
metódicamente tus dientes, y enfundarte en
una bata de toalla gruesa, tus pies te condujeron
mecánicamente a las recámaras de los
chicos, y tus ojos buscaron, con voluntad propia,
los vaqueros sucios en el suelo, los zapatos
botados en algún rincón, el aparato diabólico
ese de secar cabello, con el cable retorcido y
conectado a la electricidad, la cama deshecha,
los papeles revueltos, las toallas tiradas.
Nada. Reparaste: todo en orden. Limpio,
intacto. Y primero te reíste casi a carcajadas, y
culpaste a la modorra matinal de la irreflexión
de tus acciones, luego, te sentiste estúpida,
ridícula también; después, fuiste asaltada
por un violento llanto que salió del fondo de
tu corazón. No era llanto, en realidad, era un
berrido intermitente que te convulsionaba ligeramente,
que venía desde el estrechamiento
de tu diafragma, de tu costillar. Sentiste que
las rodillas aflojaban, y preferiste sentarte
en la silla giratoria del escritorio de Nicolás.
Y no es que tú estuvieras ante una tragedia
de esas que gustan relatar en el horario estelar
de los noticiarios, que por la noche apelan a los
más mórbidos instintos de la audiencia. No.
Tu vivías una especie de tragedia sin sangre,
sin pompas fúnebres, sin medicamentos ni
salas de espera en hospital. Tu tragedia no
tenía miseria –pues Abelardo había cuidado
de por vida su burocrático trabajo empresarial
que, aunque no dio nunca para juegos pirotécnicos,
siempre mantuvo lleno el refrigerador-.
Tu tragedia se llamaba soledad, y no pasaba
por ministerios públicos, ni escenas inenarrables
en cámaras forenses. No. Tu tragedia
era una especie de trivialidad sin escándalo, y
quizá por ello era peor. Una situación común
que a nadie le quitaría el sueño, seguramente.
Una circunstancia normal de todos los
matrimonios, de cualquier madre corriente
y común que se encuentra a sí misma, de regreso,
absolutamente sola cuando los hijos
han levantado el vuelo definitivo que les lleva
a vivir sus vidas, las suyas, ¡no la tuya, carajo!
cuando el marido se despide a las siete cuarenta
y cinco religiosamente y demanda la
merienda a las veinte con treinta; cansado,
con pocas, muy pocas palabras para compartir,
y justo antes de iniciar su ritual nocturno
que le pasea por la trivialidad del canal de las
estrellas, la preparación del traje y corbata
para el día siguiente, y la perdición en ese
mundo de ronquidos y flemas nocturnas que
cada vez te parecen más molestas.
Dejaste de berrear, al fin, y descendiste
las escaleras acariciando con nostalgia el pasamanos
de madera, quizá, nunca lo sabré,
recordaste las mañanas aceleradas de lonchera,
licuado con huevo incluido y uniforme
bien planchado. Quizá pensaste en la fiesta de
los quince años, en la que Patricia descendió
también por allí, con un magnifico vestido
de organdí al que ella, abiertamente, nunca
le tomó el gusto.
Mientras hacías movimientos circulares
para dejar a punto tu café soluble con leche
descremada en polvo y agua hirviendo, se te
perdió la vista en el jardín de atrás de la casa.
Y quizá, por un instante, viste a Nicolás otra
vez correr tras una pelota, o disparar sus pistolas
de pelotas plásticas. Y quizá, también,
volviste a escuchar las carcajadas conjuntas
de Patricia y Nicolás cuando, ya adolescentes,
te hacían bromas ingeniosas mientras preparabas
las quesadillas y sincronizadas de rigor
antes de acostarte.
Era paradójico, pues por un lado te hacía
feliz haberles dedicado la flor de tu vida, muy a
costo de tus gustos, tus pasiones, tus intereses
propios; pero te parecían al mismo tiempo como
malagradecidos, como olvidadizos, pues
mientras ellos construían y se ocupaban en
sus oficios, sus parejas, sus viajes y sus retos,
tú estabas allí, sola, con un vacío descomunal
que te amargaba poco a poco el alma.
Pensaste en la dificultad de entender que
tus hijos, efectivamente no son tuyos, sino hijos
de la vida que pasan a través de ti en busca
de su propio destino. ¡Ah, como dolían ahora
las palabras de Kipling! Te sentiste desolada
al comprender que solamente eras origen,
pero nunca destino de sus existencias y que,
como a las aves, cualquier caricia o abrazo
resulta efímero pues se elevan, desaparecen,
dejándonos aún más confundidos entre su
indescriptible belleza y la fugacidad de su
presencia.
No lo entendiste otra vez, y te resultó muy
claro que nunca entenderías. Y claro, declarabas
y te repetías frente al espejo que para
eso te habías esforzado, que era lo natural, que
te colmaba de felicidad saber que construían
su propio puente del destino.
Pero por dentro te pudres todos los días,
las noches, las madrugadas, ante esa soledad
maldita que te restrega en la cara que ellos
ya no están allí, que ya no estarán, salvo los
domingos que sea posible o prudente, salvo
las visitas de los nietos con quienes ya no te
sientes protagonista, sino un espectador, a
quien ya no les conduces en el camino, quienes
ya no dependen directamente de ti.
Volviste a llorar, y blasfemaste, y dijiste en
voz alta que sí, que eras egoísta, que ni modo;
a fin de cuentas, todos lo éramos un poco, o
demasiado quizá. Y maldijiste a la vida por
sus formas incomprensibles que te han creado
un vacío existencial, emocional, imposible
de reparar.
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