lunes, 29 de abril del 2024
 
Por Catón
Columna: De política y cosas peores
El caballito de carrusel
2014-10-21 | 09:40:49
Mi amigo tiene un caballito en la sala de su
casa. Es un hermoso caballito de carrusel,
grande y colorido. Su presencia domina
sobre los finos muebles y las carísimas alfombras,
no deja casi ver la gran chimenea,
y quita protagonismo a los trofeos de cacería
que él ha traído de África, de Alaska,
de Mongolia.
El caballito lo trajo de Sarasota, Florida.
Sucede que mi amigo es accionista principal
de un banco de Miami, y fue invitado al
viaje inaugural de un crucero en el mayor
barco del mundo. En ese barco vio una
exhibición que mostraba el proceso de
fabricación de los caballitos de carrusel.
Preguntó dónde se hacían, y le dijeron que
el fabricante estaba en Sarasota.
Lo primero que hizo al regresar fue ir
ahí y encargar uno, pero especial, de lujo.
Es el que ahora está en la sala de la casa.
A su esposa no le gusta el caballito. Dice
que ocupa demasiado espacio. Pero él le ha
dicho -en broma, claro- que primero lo saca
a él de la casa que al caballo. Y es porque
el caballito tiene historia. En realidad la
historia del caballito es más bien la de mi
amigo.
Nació él en un pequeño pueblo mexicano,
hijo de padres pobres. De niño andaba
descalzo; vestía casi andrajos. La escuela le
gustaba, y no faltaba nunca a clases aunque
sus compañeros ni siquiera le dirigían la
palabra: ellos traían huaraches y no mostraban
parches en la ropa. Un día llegó al
pueblo un circo que traía “atracciones”. Así
se llamaban los juegos mecánicos: la rueda
de la fortuna, las sillas voladoras, el avión
del amor. Y los caballitos.
Los caballitos no eran mecánicos: había
que empujarlos. Para eso el dueño contrataba
tres o cuatro muchachos que hacían
girar el carrusel. Él, aunque era niño todavía,
le pidió que lo dejara empujar también,
aunque no le pagara. El hombre se encogió
de hombros y se lo permitió. El niño era
el que empujaba más. Los otros se reían
al mirar su esfuerzo. Es que quería hacer
bien su trabajo.
Al término de la jornada el dueño -que
se hacía llamar “el empresario”- les dio
20 centavos a los otros, y 10 a él. Se sintió
orgulloso con la moneda. Uno de esos días
subió al carrusel un niño rico. Lo vio a él
empujando, y al terminar las vueltas les
dijo a sus papás que él quería también empujar
los caballitos, “como ese niño”. Lo oyó
él y le dijo: “Ándale, ven conmigo”. Y juntos
los dos empujaron, divertidos, mientras los
papás del pequeño sonreían felices.
Le preguntaron luego al niño cómo se
llamaba y dónde vivía. Se los dijo, y ellos lo
invitaron a su casa, y lo ocuparon de mocito
en las horas que la escuela le dejaba libres.
Él hacía bien lo que tenía que hacer: barrer
la acera y regarla -si las criadas hacía eso
los pelados de la calle les decían cosas-;
recoger en el jardín las hojas caídas; poner
alpiste y lechuga en las jaulas de los
pájaros. Cuando acabó el año escolar, y él
sacó puros dieces, su madre le dijo que les
llevara las calificaciones a sus amos. Así
dijo: sus amos.
Él les llevó las calificaciones, y ellos lo
cambiaron de escuela: lo pusieron en el
mismo colegio al que iba su hijo; le compraron
ropa nueva y zapatos. Cuando llegó
el día de su primera comunión el señor fue
su padrino. Se volvió otro hijo para ellos. Ya
jovencito lo enviaron a estudiar a Irlanda,
a Canadá, a Estados Unidos.
Luego, al término de sus estudios en
una universidad americana, el señor lo
recomendó con un amigo suyo, banquero
de Miami. Aprendió bien la profesión. La
gente lo quería. Prosperó. Puso una casa
de bolsa. Se hizo rico.
Entonces se construyó aquella mansión,
pero no antes de hacerles una preciosa casa
a sus padres, en su pueblo, y otras muy
buenas también a sus hermanos. Puso en
la sala de la suya el caballito de carrusel.
Pensaba yo que ponerlo ahí era un capricho
de rico, pero la última vez que lo visité nos
tomamos unas copas -de tequila, claro- y
él me contó la historia.
Mientras me la narraba volvía el rostro
a un lado para que no le viera yo los ojos, y
luego se levantaba, salía unos momentos
y regresaba al tiempo que guardaba el
pañuelo en el bolsillo de su pantalón. Le
pregunté, por cambiar la conversación,
cómo le estaba yendo en sus negocios. Él
no cambió la conversación. Me respondió:
“Muy bien. Sigo dándoles vueltas a los caballitos”.
FIN

MIRADOR
››armando
fuentes aguirre
¡Qué buena gente es mi nogal!
Yo le doy poco -apenas agua, apenas
cuidado, apenas amor-, y él todos los
años me entrega el generoso regalo de
sus nueces, cada una amor, cuidado
cada una, sabrosa síntesis de la tierra,
del agua y del sol.
A todos los nogales los quiero mucho.
Yo los planté. Son como hijos. Pero
yo soy como hijo de este nogal. Estaba
ya en el mundo antes de que estuviera
yo. Estaba aquí cuando aún no nacía
ninguno de los que están aquí, ni siquiera
el viejo Juan, que tiene más de
un siglo de existencia. Le pregunto a
don Abundio cuántos años tendrá el
árbol. Se queda él pensativo y luego me
contesta: “Unos10 mil”.
Cuando estoy en la ciudad recuerdo
al nogal grande. Me pregunto si él se
acordará de mí. Quién sabe. Pero si los
árboles tienen recuerdos -seguramente
los tienen, pues cada árbol es toda la vida-
yo estaré en los recuerdos del nogal.
Estaré en cada una de sus nueces, con
el sol, con el agua, con la tierra. Se me
ocurre ahora pensar que quizá todos
estamos en todo. Quién sabe.
¡Hasta mañana!...
MANGANITAS
››por afa
“Se va acabando el 2014.”.
Ha habido tantas desgracias,
en el curso de este año
hemos visto tanto daño,
que agradecemos que acabe.


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