lunes, 29 de abril del 2024
 
Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Plaza de almas
2014-11-11 | 09:34:01
Quien del cuento vive muchos cuentos oye.
Vale la pena contar éste que oí...
Érase que se era un sacristán. Todos los
días llegaba con su escoba a barrer la iglesia
de aquel pequeño pueblo, y todos los días
miraba a un pobre hombre que postrado de
hinojos ante el gran crucifijo que presidía
el altar gemía y lloraba deprecativamente.
“¡Señor! -clamaba el infeliz ante el doliente
Cristo-. ¡Quiero confesarme! ¡Pero
no ha de ser ante un humano, mortal
y pecador como soy yo! ¡Únicamente tú
puedes oír mi confesión! ¡La culpa que llevo
sobre mí es tan grande que sólo tú, Señor,
la puedes perdonar!”.
El sacristán se conmovía mucho al escuchar
la súplica del lacerado. Decía para
sí: “Muy grave ha de ser el pecado que este
hombre cometió si nada más puede confesarlo
ante Nuestro Señor”.
Cotidianamente se repetía la escena:
llegaba el sacristán al templo y ahí estaba
ya aquel desventurado, de hinojos ante el
crucifijo, elevando al cielo su gemebunda
súplica: “¡Señor! ¿Por qué no me oyes? ¿Por
qué guardas silencio? ¿No llegan mis súplicas
a ti? ¡Escúchame, Señor! ¡Quiero
confesarme contigo para que de mis labios
oigas mi pecado y lo perdones con tu infinita
misericordia!”.
Sollozaba el hombre de tal modo que
al sacristán se le movían hasta las fibras
últimas del alma. Sentía el impulso de
abrazar al pecador para llorar con él. Un
día ya no se pudo contener y fue a hablar
con el párroco y su vicario.
“Reverendos padres -les dijo lleno de
emoción-. Todas las mañanas llega al
templo un desdichado. De rodillas ante el
crucifijo del altar le pide a Nuestro Señor
que lo oiga en confesión, pues tiene una
gran culpa que solamente el Altísimo puede
perdonar.
Si su plegaria no es oída pienso que el
infeliz perderá la fe, y quizá morirá desesperado.
Se me ha ocurrido, padres, un medio
para darle consuelo en su tribulación.
Les pido permiso para quitar de la cruz
la imagen del Señor y ponerme yo -aunque
indigno-en su santísimo lugar. Escucharé
la confesión de ese pobre hombre y le daré la
absolución. Sólo de esa manera encontrará
la paz.
Sé que lo que propongo es una gran
irreverencia, pero los caminos de Dios son
inescrutables, y quizás fue Él mismo quien
me inspiró la idea”. Los buenos sacerdotes,
confusos ante aquella insólita petición, se
resistían a obsequiar el deseo del sacristán.
Tan vivas fueron sus instancias, sin
embargo, que accedieron por fin a poner
al rapavelas en el sitio del crucificado, para
que recogiera la confesión del hombre y
le diera el perdón que con tanta aflicción
solicitaba.
Así, la mañana siguiente el párroco y
su asistente quitaron al crucificado de su
cruz; luego tomaron unas cuerdas y con
ellas ataron de brazos y piernas en el madero
al compasivo sacristán.
Poco después, en efecto llegó el pecador
y se arrodilló, igual que todos los días, ante
el crucificado. “¡Señor! -empezó a clamar
como hacía siempre-. ¡Escúchame en
confesión! ¡Oye mi gran pecado, y que tu
infinita bondad me lo perdone!”.
Entonces el sacristán habló con voz
grave y profunda. “Está bien, hijo mío.
Te escucho. Dime tu pecado”. El hombre
quedó estupefacto. “¡Gracias, Señor! -prorrumpió
lleno de gozo-. ¡Mis oraciones
han sido escuchadas! ¡Por fin voy a poder
confesarte mi gran culpa, y a recibir de ti
la santa absolución!”.
“Habla -replicó el sacristán con el mismo
tono majestuoso-. Por grande que haya
sido tu culpa, mayor es mi clemencia. Dime
tu pecado, y te lo perdonaré”.
El hombre inclinó la frente y dijo lleno
de compunción y de vergüenza: “Acúsome,
Padre, de que me estoy cogiendo a la esposa
del sacristán”.
“¡Ah, maldito! -rugió entonces el fingido
Cristo desde lo alto de la cruz-. ¡Desamárrenme,
para bajar de la cruz y matar a este
cabrón hijo de la rechingada!”.
El pecador, espantado, salió a todo correr
de la iglesia y escapó del pueblo. Al paso
del tiempo comentaba lleno de confusión
al narrar lo que le había sucedido: “La verdad,
yo no conocía a Nuestro Señor en ese
plan”... FIN.

MIRADOR
››armando
fuentes aguirre
John Dee tenía una gran biblioteca.
Se decía que ni Erasmo de Rotterdam,
su contemporáneo, tenía tantos
y tan valiosos libros.
Sin embargo entre los libros de
John Dee no estaban la Biblia y el
Corán.
-No merezco tenerlos -explicaba
él públicamente. Pero a sus amigos
les decía en secreto que esos libros le
hacían sentir miedo, por eso no los
tenía entre los suyos.
Cierto día unos hombres de religión
visitaron la biblioteca de John
Dee. Tras revisar los anaqueles le
dijeron con severidad:
-No están aquí los libros sagrados.
Respondió él:
-Todos los libros son sagrados para
aquel que ama la lectura.
Los visitantes se miraron entre sí.
Uno de ellos comentó después:
-Ya me habían dicho que ese hombre,
por haberse acercado tanto a los
libros, se alejó de los sagrados.
¡Hasta mañana!...
MANGANITAS
››por afa
“...Bajará la temperatura...”.
Según estoy viendo ya
por muchas demostraciones,
en las manifestaciones
ciertamente subirá.


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