lunes, 06 de mayo del 2024
 
Por Alfonso Villalva P.
Columna: Ciento veinte
Ciento veinte
2014-11-14 | 11:05:10
Lo sé. Unos nacieron así..., pero qué le
puedo yo replicar. Por mala suerte o
porque les echaron a la calle después
de desasirse de las entrañas maternas
a causa de una adicción, por violencia,
migración forzada. Y sí, también
asaltan, y hasta matan por necesidad
algunos, por perversidad los otros.
Y se meten cosas por la cara, y evaden
su desgracia, y toman valor para
vengar la injusticia -su injusticia-, y
su terrible ira inmanejable, en contra
de un sistema y una sociedad que les
condenó a ser los olvidados, desplazados,
desgraciados.
Pero también están los otros, los
que, hayan nacido como sea, hicieron
sus estudios, buenos o regulares, o
se pegaron al maestro carpintero o
mecánico de la colonia y aprendieron
así, líricos, sin instrucción.
O los que ya entrados en los golpes
callejeros, tomaron una esquina, un
cuadrito céntrico de alguna banqueta
ocupada para cuidar autos aparcados,
para vender artículos robados,
para mercar con toda esa serie de productos
que no sirven para maldita la
cosa, pero tienen un desplazamiento
que hay que ver y que redundan en
el financiamiento de un proyecto
familiar.
Y qué me dice del ejército interminable
de seres peculiares que se
sientan cada día tras un escritorio
oficial, para matar las horas de rigor
sellando interminables montañas de
papeles que nadie leerá, que a nadie
importará, a menos que el empleado
de la oficina auxiliar de la subdirección
correspondiente, adscrita a la
jefatura pertinente, reciba la instrucción
precisa del jefe de ayudantes
del particular del oficial mayor que,
atendiendo un llamado del secretario
técnico del vice ministro, ordene la
fatídica inspección, auditoría, valoración
o verificación, del contribuyente,
ciudadano o solicitante que, seguramente,
merced al genial diseño de la
burocracia, tendrá algún pecado que
lamentar.
Y los demás, y los deportistas, y los
artistas, y las mujeres que se inyectan
los senos para conseguir un estelar
de nueve a diez, y los vocalistas, y los
mariachones que se congelan en las
madrugadas para poderle cantar al
oficinista enamorado; y los policías,
y los abogados, y los paramédicos que
se juegan el pellejo sin mirar atrás; y
los futbolistas, y los que superan una
enfermedad, y los obreros y campesinos,
y los ejecutivos y empresarios.
Y cualquier otro más.
Juntos o revueltos. Colegas, compatriotas,
rotos, raza, pomadosos.
Sudorosos en el microbús, alevosos
en la fila de las tortillas, perfumados
en las cenas de navidad. Todos
suman, sí.
Dicen que oscilaba entre unos
ciento quince y unos ciento dieciocho
millones. Más pegado al lado de los
ciento veinte, diría yo, millones de
almas circunscritas a esta República.
Una realidad aplastante que aglutina,
apeñusca, retaca, a poco más o menos
120 millones de esos individuos, como
ya se los imaginó: soñando, anhelando
ser felices una vez más.
Así que, este año, este mes, este
día, todos por igual, al unísono consumen
frijol, chilaquiles, agua potable,
energía eléctrica, vestuario, calzado
de goma, unos tragos de rigor, entradas
al teatro, plateas para el juego de
futbol, pinos navideños, programas
de cómputo, cuadernos, chiles la
Costeña, tortas de jamón, y un poco
de frivolidad en televisión nacional.
Son ciento veinte que viven y vibran,
que cada mañana inician una
nueva aventura para ver de dónde
sacar, para buscar el jale, para progresar.
Y ríen y lloran como cualquier
otro mortal. Y entierran a sus madres
y a sus hijos, o les cuidan en el hospital.
Lo mismo aquellos que viajan en sus
bemeuves blindados, escoltados por
otros que solamente acercan la ilusión
al fogón, y los que se arrempujan en
la central camionera de Guadalajara,
o de León, o en el calor infrahumano
de Yucatán.
Viven, vibran, generan riqueza,
crean empleos o los desempeñan,
patentizan el alma nacional. Ciento
veinte que pagan impuestos debidamente
apercibidos mientras siguen
siendo rehenes de catorce, o de setenta,
o de quinientos veinte, Dios sabrá,
que tras el fuero constitucional, el
abuso monopólico, la corrupción y
el tráfico de influencias, se arrebatan
nuestra miseria y se regodean en la
negación a un futuro próspero, comparable
con el de cualquier otro que
sea libre para decidir, para mandar.
Ciento veinte que están jodidos
en un pantano generado por los
devaneos del poder, el desplazo y
la marginación, por el letargo de
un individualismo descarnado que
amaga nuevamente en desaparecer y
despertar al colectivo robusto y alegre
que al fin vea por el bien de los otros
120 como piedra angular de su propia
salvación.
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