sábado, 27 de abril del 2024
 
Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Plaza de almas
2015-01-20 | 09:40:41
El padre Lalo sabía lo de “El espectáculo más
Brandi del mundo”. En un pueblo pequeño todos
saben todo, hasta lo que no deben saber. Además
el señor cura tenía 75 años, y a esa edad se saben
muchas cosas.
No ignoraba él que con frecuencia don Hildebrando
(llamado Brandi por su esposa, de ahí
el nombre del espectáculo) cerraba su tienda de
abarrotes, aunque fueran horas hábiles; ponía en
la puerta un letrero que decía: “Cerrado momentáneamente
por causas de fuerza mayor”; luego
subía con su mujer a la recámara -vivían en el
segundo piso- y hacían el amor desaforadamente,
tanto que sus gritos y expresiones eróticas se
oían en la plaza, pues las ventanas de la alcoba
daban a la calle.
Eso hacía que se reuniera ahí una jubilosa
concurrencia de hombres que celebraban con
aplausos y risas la celebración de aquel acto conyugal
que, debiendo ser privado, era gozosamente
público, hasta el punto en que había llegado a ser
un espectáculo al que muchos asistían llevando
su silla para disfrutarlo mejor.
Aquello solía durar 20 minutos, en promedio.
Se sabía de su terminación por los ululatos que
ambos esposos proferían al llegar al clímax, y por
el silencio subsecuente. Al acabar las acciones
los asistentes aplaudía con entusiasmo.
Don Hildebrando salía al balcón luciendo
una elegante bata de terciopelo rojo que había
comprado en la ciudad para el efecto, y agradecía
con corteses caravanas el aplauso a nombre de
los dos. Todo eso lo sabía el padre Lalo, y no lo
tomaba a mal, como tampoco reprochaba que
doña Mela -así se llamaba la señora de don Hildebrando-
no mencionara aquello del espectáculo
cuando iba a confesarse.
Se veía que no lo consideraba pecado. Tampoco
él lo juzgaba así: uno de los fines del matrimonio
es la sedación de la concupiscencia, y
aquellos esposos tenían derecho a celebrar el acto
conyugal en cualquier momento que su deseo los
inclinara a ello, no importaba que fuera a media
mañana o media tarde.
Si sus naturales expansiones trascendían las
cuatro paredes de su alcoba y pasaban a ser del
dominio general eso no tenía ninguna significación.
Peores eran muchas cosas que sucedían
en el pueblo -él las conocía- y que se hacían en
silencio y en la oscuridad.
Antes bien había que felicitar a esos cónyuges
que daban ejemplo de buen matrimonio mientras
otras parejas -muchas- andaban como perros y
gatos, y a veces ni siquiera se dirigían la palabra.
Sucedió, sin embargo, que por sus años el Padre
Lalo fue retirado de su parroquia, y el obispo
envió en su lugar a un curita recién ordenado
que traía frescas las enseñanzas del seminario
y estaba poseído por el celo que caracteriza a los
apóstoles, y más cuando son jóvenes.
Bien pronto el nuevo párroco se enteró de
aquello de “El espectáculo más Brandi del mundo”,
y se escandalizó. En su sermón del siguiente
domingo, sin decir nombres pero fijando la
mirada en doña Mela -don Brandi raras veces
iba a misa-, habló de un “torpe espectáculo”
que sucedía en el pueblo, “obscena inmoralidad
contraria a la decencia”.
Luego, cuando la esposa del abarrotero se
acercó a recibir la comunión, no le dio la hostia.
Ella quedó confusa, avergonzada, pues todo
mundo se dio cuenta de eso. Salió llorando de la
iglesia. Le contó a don Hildebrando lo que había
sucedido, y al día siguiente fueron a hablar con
el sacerdote.
Éste los recibió, pero no los dejó hablar. Los
reprendió ásperamente; les prohibió tener trato
carnal en horas en que hubiera gente en la calle;
les ordenó esperar a que el pueblo estuviera ya
dormido para hacer uso de sus cuerpos -así dijo-,
y les mandó que bajo pena de pecado refrenaran
sus expansiones.
Ellos obedecieron, pues doña Mela era devota
feligresa y necesitaba comulgar. Pasaron los días.
Los clientes de don Hildebrando le preguntaban
en voz baja: “¿Cuándo?”. Él respondía, pesaroso:
“Ya no”. Si doña Mela iba por la calle los señores
la saludaban con tristeza.
Las señoras, por su parte, le negaban ahora
su saludo, pues temían indisponerse con el cura.
Aunque nunca asistieron a ver -a oír- el espectáculo,
siempre habían envidiado secretamente a
doña Mela porque gozaba algo que para muchas
de ellas era molesta obligación. Así acabó “El
espectáculo más Brandi del mundo”. Murió,
como ustedes ven, por motivos religiosos. Una
pena. FIN.

MIRADOR
››armando
fuentes aguirre
Llegaron sin anunciarse y me dijeron:
-Somos las funestas consecuencias.
Seguramente notaron mi desconcierto,
porque añadieron a continuación:
-Eso de “las funestas consecuencias”
es una frase hecha. La consideramos
injusta e indebida. Nos ofende. Funestos
son los actos que nos dan origen. Nosotras,
como nuestro nombre lo indica,
somos solamente consecuencias de algo
que alguien hizo, efecto de una causa.
No se nos debería calificar de funestas.
Pensé que tenían razón. Traté de explicarles
que esa expresión es solamente,
como ellas mismas lo habían dicho, una
frase hecha. Me respondieron, terminantes:
-Pues esa frase debe desaparecer.
-Haré lo que pueda -alcancé apenas
a ofrecerles antes de que me dieran la
espalda y se alejaran con enojo. Lo dije,
sin embargo, por decir algo. Todos
sabemos que es imposible deshacer las
frases hechas.
¡Hasta mañana!...
MANGANITAS
››por afa
“...Candidatos independientes...”.
Comentarios muy hirientes
de algunos severos críticos
dicen que ante los políticos
todos somos dependientes


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