lunes, 29 de abril del 2024
 
Por Alfonso Villalva P.
Columna: Del maestro Abel
Del maestro Abel
2015-03-13 | 09:45:19
Lo hubieras visto manejando… Al volante
de un camión urbano de pasajeros, de esos
que pintan de verde en alusión a un efímero
e hipócrita respeto al medio ambiente. Maniobrando,
sin pericia –sin placas tampoco-,
y con una torpeza vergonzante en el tráfico
insufrible de la Ciudad de México.
Era, no sé, probablemente el epítome de
la simbiosis perfecta entre los primates remotos
y la raza de bronce. De haber cruzado
palabra con él, dudo que pudiera balbucear
algo más que sonoras mentadas de madre
y seguramente clichés basados en albures
ordinarios y grotescos.
Y parecería que un chofer de camión urbano
no es más que la cotidianidad vernácula que
se vuelve irrelevante a fuerza de repetición
y generalización. Pero créeme, este y todos
los demás conductores, somos mucho más
que eso.
Somos también la síntesis llevada al extremo
de eso en lo que nos hemos convertido
en realidad, por más baños de pureza que
nos demos, por más ropas de marca –pirata
o no- que nos echemos sobre las carnes, por
más miradas sofisticadas que nos crucemos
en las fiestas, bodas, restaurantes y bares del
barrio que habitamos.
Sí, lector querido, ese chofer de autobús
urbano representa de manera descarnada,
y gráficamente perturbadora, lo que eres tú,
soy yo, somos nosotros. Él es, como en una
pincelada mágica del maestro Abel Quezada,
nuestro candidato plurinominal, nuestro
aspirante a jefe delegacional, alcalde o lo que
sea -y del partido que sea-. Ajenos, egoístas,
totalmente desvinculados e inconscientes
de los demás.
Él usaba anteojos de fondo de botella llamativamente
oscuros. Trompudito, sí señor,
y con unos bigotes de púas, muy escasos pero
gruesos, que amenazaban perforarle las narices
con profundidad y provocarle un accidente
vascular llegando hasta el hipotálamo en uno
de sus violentos movimientos. Creo que no
se enteraba. Juraría haber percibido un dejo
de autosuficiencia estética en sus facciones,
como quien se cree guapito y seductor. Igual
que muchos otros. No se enteraba. De nada.
Su entorno, puedo especular, solamente se
alimentaba de una elemental representación
de un mundo muy entendido con las limitaciones
de su peculiar condición, con el instinto
de conservación ante los depredadores que
acechan.
Quiero pensar que para él todo lo que le
rodea son solamente obstáculos para llegar a
la meta, la vuelta completa de la ruta y recibir
el estipendio esperado. Conduciendo vehículo
ajeno, irresponsable de los daños posibles.
Girito para poner los pies en polvorosa en
caso de un siniestro, una dificultad mayor.
Con una idea fija en la cabeza representada
por su retribución, no obstante todo lo que
haya sucedido en el trayecto. Igual que muchos
otros de oficio y profesión diversa.
No sé tú, pero para evitar el colapso por el
estrés en el tráfico citadino, creo que vamos
desarrollando hábitos exóticos. Yo he ido
generando, por ejemplo, una costumbre de
observación a la conducta de los colegas al
volante que dice mucho de lo que verdaderamente
son, más allá de lo que seguramente
declaren con pequeños recortes multicolores
en su “feis”, ante una taza de café o con los
honores de una caguama al finalizar el día
de trabajo.
Así como el conductor de camión urbano,
están los de corbata, los de anteojos de diseñador
y peinado estrambótico, las bellas
ejecutivas que comprometen tu vida mientras
enchinan una pestaña o chatean furiosamente,
las madres de familia que son capaces de
espetar insultos inéditos con medio cuerpo
fuera de la ventanilla de su auto, mientras
administran un yogur o una mamila de leche
deslactosada. No importa la marca del auto,
verás, todos al abordaje…
Fueron pocos los minutos que me dieron
el dudoso honor de observar al individuo con
mirada antropológica. Sin embargo, ya con
esa predisposición que crea el bombardeo
de mensajes electorales que para las ocho de
la mañana ha saturado nuestra incipiente
templanza, concluí con claridad meridiana
que el compañero del autobús ecológico era
una apología a la oferta electoral, a nuestro
discurso de café, a nuestra furiosa lucha verbal
y virtual, a nuestras promesas y censuras sociales,
a lo que hemos reducido la comunidad.
Era eso, un individuo con una falsa apreciación
de sí mismo -estafado o auto engañado,
que da igual-, sin rigor de especie alguna,
con un apetito feroz, ninguna noción de respeto
hacia los demás, muy dispuesto a pasar
por encima de todos, con el único objeto de
recibir un sueldo mal calculado y muy poco
remunerativo.
Pude evitar exitosamente la colisión en un
volantazo que él dio tratando de cambiar de
carril para establecer su camión en los treinta
centímetros que me separaban del vehículo
al frente mío. Su frustración, al fracasar la
maniobra, se manifestó en una lamentable y
aguardentosa alusión a mi pobre madre que
ni vela tenía en ese entierro. La verdad es que
lo noté como un acto reflejo.
El destinatario de sus epítetos podría
haber sido lo mismo el arriba firmante,
mi madre, un poste de luz, una grúa
vehicular o una columna de concreto del
segundo piso bajo el que nos cobijábamos
esa mañana miles de motoristas soñando
con un mejor país, pero poco dispuestos
a conceder un milímetro de espacio a
cualquiera que esté a nuestro alrededor,
aunque eso suponga magnificar el
impedimento que nos aparta de nuestro
propio destino.
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