sábado, 04 de mayo del 2024
 
Por Jorge Zepeda Patterson
Columna: ¿Agoreros de la desgracia?
¿Agoreros de la desgracia?
2015-03-30 | 09:59:44
México se está partiendo entre aquellos
que ven a Peña Nieto como “el gran reformador”
y aquellos que lo acusan de
los todos los males y exigen su renuncia.
Parecería que en la discusión pública
sólo cabe la adulación al soberano o el
discurso de los “agoreros de la desgracia”,
como definió este viernes un líder empresarial
a los que critican al presidente.
Entre estas dos versiones antagónicas
e irreconciliables comienza a producirse
un abismo infranqueable y, peor aún, sin
vasos comunicantes.
A los ojos de los críticos todo acto
presidencial parecería confirmar la frivolidad
o la ineptitud del mandatario; y
por consiguiente se considera un borrego
o un vendido a todo aquel que afirma que
pese a todo podríamos estar peor o que
más vale PRI por conocido que malo por
conocer.
Del otro lado, los cuestionamientos que
hacemos los críticos nos convierten en
talibanes intransigentes, en aves de mal
agüero. Exhibir, documentar o hablar de
los males del sistema nos hace agentes
de la destrucción y la inestabilidad, instigadores
del anarquismo, profetas del
apocalipsis.
O como dijo algún columnista defensor
del sistema: ¿y qué quieren?, ¿que nos
vayamos todos de México?, ¿que lo tiremos
a la basura?
Estas dos posiciones encontradas
carecen de espacios de encuentro salvo
los indispensables para descalificarse e
insultarse. Cada uno se encierra en sus
trincheras y se alimenta de sus propias
burbujas.
Nunca como ahora se ha ensanchado
el divorcio entre lo que se informa en los
noticieros de la noche con las “verdades
oficiales” y las noticias y enfoques duros y
descarnados que circulan en la blogosfera.
Parecerían dos universos paralelos
y antagónicos: justamente el de “Peña
Nieto el gran reformador” o el “Peña Nieto
ya renuncia”. Cada cual sigue a tuiteros,
a páginas de Facebook, a columnistas,
portales y blogs que confirman su visión
del mundo, y elimina de su horizonte
todo aquello que difiere de sus propias
convicciones.
Desde luego que hay datos que no deberían
omitirse por más que nos atrincheremos.
Las encuestas dan cuenta de
que Peña Nieto experimenta muy bajos
niveles de aprobación (entre 38 y 40%
de los encuestados). Eso confirma a los
críticos que la mayoría de la población
no apoya al presidente porque lo está
haciendo mal.
Nos decimos que 60% de los mexicanos
no puede estar equivocado. De acuerdo,
pero tampoco podemos desconocer al otro
40% y simplemente atribuir su opinión a
que están siendo manipulados, son unos
borregos o han sido comprados.
El problema con estas dos posiciones
es que parecería no haber soluciones intermedias
o posibilidad de conciliar las
diferencias. Me da la impresión de que esta
actitud ha permeado a los actores mismos.
El propio círculo en torno a Peña Nieto
ha asumido que no importa que hagan, va
a ser criticado por “la envidia, la intolerancia
o los intereses mezquinos”. Así que
ya han dejado de hacer.
Los veo cada vez más ensimismados
en la burbuja de ese 40%, leyendo y escuchando
exclusivamente a la prensa
benigna, rodeados de aquellos que los
aplauden, de la gente de bien que cree en
México (es decir, en su presidente, en sus
instituciones).
Que los mexicanos se partan en dos
visiones tan viscerales y antagónicas
es lamentable. Que el presidente de (en
teoría) todos los mexicanos se compre
esta visión y se encierre en uno de los dos
bandos podría ser una tragedia. Los que
tenemos alguna responsabilidad en la
escena pública tendríamos que evitar que
este abismo se siga ensanchando.
No, no creo que lo mejor para el país sea
la renuncia de Peña Nieto. Ni es factible ni
es conveniente. Entre otras cosas porque
el problema no es el hombre sino el sistema.
Los poderes de facto simplemente lo
sustituirían por otro igualmente funcional
a sus intereses, con la desventaja de una
inestabilidad que perjudicaría a todos.
Pero reivindico la necesidad de cuestionar
una y otra vez los excesos, los vicios
y malas prácticas de su gobierno, porque
estoy convencido de que sólo mediante la
presión de la opinión pública y la intervención
ciudadana, las élites de este país se
verían obligadas a introducir cambios para
disminuir la corrupción, la desigualdad
o la injusticia.
En efecto, México no es una dictadura
militar y hay más apertura que hace treinta
años. El sistema tiene muchos rasgos
autoritarios pero está lejos de constituir un
régimen represivo. Si así fuera no podría
publicar lo que escribo en este espacio.
Pero eso no quiere decir que debamos
aceptar la miseria que se ceba en tantos,
la corrupción ofensiva y la impunidad
flagrante, las infamias que día a día se
cometen en contra de los desprotegidos.
El nuestro es un país profundamente desigual
e injusto y todos somos responsables,
pero nuestras autoridades están obligadas
a ofrecer una respuesta.
Tenemos derecho a disentir, y ellos tienen
derecho a ser juzgados y evaluados de
acuerdo a todos sus actos y no sólo aquellos
que confirman nuestras fobias y pesimismos.
No en todo acto político o de gobierno
hay un designio satánico ni mucho menos;
pero tampoco en cada crítica hay un misil
destinado a la destrucción. Mientras no
lo entendamos continuaremos ahondado
la intolerancia y la mutua indignación.
No me interesa seguir indefinidamente
confirmando las infamias de un sistema
por demás imperfecto. Me resulta mucho
más interesante revisar que podemos hacer
para zanjar tales infamias. Y para ello
tendríamos que comenzar dialogar los dos
méxicos en los que nos hemos convertido.


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