domingo, 28 de abril del 2024
 
Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Plaza de almas
2015-04-07 | 09:36:21
La gente le decía don Tolo. Pensaban los vecinos que su nombre era Bartolo, pero no: se llamaba Anatolio, nombre excesivo para aquella colonia de clase media baja donde vivía el señor con su mujer y sus tres hijas.
Le envidio a don Anatolio sus tres hijas. Con ellas tenía él asegurados tres platos de sopita.

Hay una famosa película del viejo cine mexicano que se llama “Cuando los hijos se van”. Los hijos, fíjense ustedes bien, no las hijas. Nunca se filmará una película que se llame “Cuando las hijas se van”. Porque las hijas no se van nunca. Son como los árboles.

Muy buena suerte tuvo don Anatolio, digo yo. Y mala, muy mala, la tuvieron su esposa y sus tres hijas. Porque el tal don Anatolio era un rufián. Veía en su mujer a una sierva, y en sus hijas a tres esclavas prestas a obedecerlo siempre.

Y bien que lo obedecían todas, pues si no lo hacían menudeaban los golpes, los cintarazos y aun los palos. Se escuchaban a diario gritos en la casa, pero los vecinos pensaban que las muchachas estaban pe-leando entre sí.

Pobrecitas, maduras ya y solteras. Seguramente no se aguantaban ni solas. A nadie se le ocurría pensar que don Tolo, tan educado, tan correcto, era la causa de aquellos llantos y lamentaciones.

“Buenos días, vecino”, o: “Buenas tardes, vecinita”, saludaba él con mucha urbanidad al tiempo que se llevaba la mano al sombrero y se inclinaba en una pequeña reverencia.

Todos se hacían lenguas al encomiar la buena educación y cortesía de don Tolo, tan amable, tan afable. Mentira todo, pu-ro fingimiento. El señor era candil de la calle y oscuridad de su casa. Un buen día -buenísimo- don Tolo amaneció muerto. Bien muerto. Me habría gustado decir que su mujer lo asesinó, o que las hijas, hartas de sus malos tratos, se conjuraron para mandarlo al otro mundo.

Eso le daría interés al relato. Pero no. Fue la naturaleza la que se lo llevó. La sabia señora usó un infarto masivo al miocardio para sacudirse a ese canalla que ante el mundo pasaba por fino caballero. Aquella mañana doña Teresa, su mujer, despertó cuando el sol ya estaba alto.

Había dormido como jamás lo hacía, a todo su placer. Le extrañó que su marido no la hubiese despertado a las 3 de la mañana para que le hiciera un té, o a las 4 para que le sobara los pies, pues los tenía fríos, o a las 5 para que le diera masaje en la espalda, que le dolía mucho.

Eso hacía cotidianamente el muy maldito. Pensó la señora que su esposo dormía. Se levantó, salió de la recámara procurando no hacer ruido, pues si lo hacía se despertaría furioso el hombre, y a eso seguiría la golpiza de cada día. En la cocina se tomó un cafecito muy a gusto.

Le extrañó que su marido no saliera, aunque estaban sonando ya las 12 del mediodía en el reloj de Catedral. Volvió a la alcoba y se acercó, temerosa, al hombre que yacía en la cama. Fue entonces cuando se dio cuenta de que don Tolo estaba muerto.

Llamó a las muchachas y les dijo lisa y llanamente, con voz fría. “Murió su padre”. Las tres empezaron a llorar. Pensaban que era su obligación. “Momento -las interrumpió doña Teresa-. Aquí no caben lagrimitas.
El muerto era un cabrón. Acuérdate, Susana, de cuando no te dio permiso de estudiar. Y tú, Rosa María, recuerda aquella vez que golpeó a tu novio porque te trajo serenata, y el muchacho ya no quiso volver.

Chela: no se te olvide que te quebró la quijada con el puño. Así que nada de llorar. Antes bien deberíamos estar contentas y felices. Si no reímos y cantamos, si no pegamos saltos de alegría, no es por respeto al muerto, que ninguno merece, sino por respeto a la muerte”.

Así habló doña Teresa. Las hermanas se vieron entre sí, y luego movieron la cabeza en señal de asentimiento. Aquel día, por vez primera en muchos años, nadie oyó gritos ni llantos en casa de don Tolo. Y eso que había muerto tendido.

Hay hombres -y mujeres también- que con su muerte dan felicidad a quienes tuvieron la desgracia de vivir con ellos. Sus deudos ponen cara seria en el velorio y el sepelio, por aquello del qué dirán, pero por dentro están dando gracias a Dios de que se llevó al difunto, o a la difunta.
Pero allá cada quien con su vida. Y allá cada quien con su muerte... FIN.


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