sábado, 04 de mayo del 2024
 
Por Alejandro Mier Uribe
Columna: El Piñero
El Piñero
2015-04-12 | 09:47:43
Parte 1


¡Jajaja! ¡Imbéciles! ¡Todos son unos imbéciles! A ver, ora sí, quien es más fregón, jajajaja... -vociferaba excitado Raúl Linares metiendo en sus bolsillos los fajos de billetes que extraía de la caja fuerte. -¡Empresarillos subidos! Pero eso sí, se sentían muy inteligentes y ¡miren quién fue el ganón!

Estaba harto de todos ellos, malditos riquillos envaselinados y, a pesar de que la mayoría eran muy educados con él, cada que lo saludaban “hola Rulo”, lo hervía una humillación irascible. Sentía como quien saluda a la sirvienta, como mujer de pedigrí que quiere presumir de buena gente porque hasta con la plebe platica.

¡Jajaja! ¡Estúpidos perfumados, hasta nunca! -Apuntaló azotando la puerta de la caja fuerte para huir de inmediato de la oficina.

Al salir a la calle, la noche agonizaba. Pasó frente a una taquería y el aromático “trompo al pastor” lo detuvo. Por un instante su vida completa pasó ante sus ojos mientras se decía “pensar que ahora puedo comprar hasta el restaurante entero si lo quisiera...”

Desde muy corta edad, el hambre a Raúl se le notaba en los ojos. No en la mirada porque siempre hacía lo indecible por disimularlo, pero sus pómulos sobresalían como tobillos de caballo y encima de ellos, justo por debajo de los ojos, unas pinceladas de gris cenizo denotaban una rabiosa angustia.

Recordaba con añoranza el rancho del abuelo, un hombre muy respetado que se dedicó con gran éxito a la piña y con ello amasó una fortuna nada deleznable. Desde su niñez, no podía entender por qué su padre se había empantanado en una penosa clase media baja que apenas y le alcanzaba para que la familia comiera y Raúl asistiera a una escuela de gobierno. El problema venía cuando sus amigos estrenaban esos increíbles tenis “Nike” y él en su imaginación aseguraba que si tan solo una vez tuviera la posibilidad de montarse en un par, sería sin duda el goleador de la selección mexicana.

Cuando el abuelo falleció, a pesar del cariño que le tenía y de que lo admiraba por duplicado -por el éxito que había alcanzado y porque veía en él lo que su padre nunca lograría-, a Raúl le dio alegría su muerte. Ya se veía heredando la fortuna del rancho, pero lo único que recibió fue una cadena con una pequeña piñita de oro colgando, ya que el hermano mayor de su padre se peló con el dinero de toda la familia. Al poco tiempo, el hermano lo perdió todo y por los malos manejos incluso enterró hasta el abolengo que el abuelo había forjado a base de trabajar la tierra con sus propias manos desde muy niño y hasta sus 82 años.

En unas vacaciones de verano en las que, como cada año, pasaba semanas solo mientras sus amigos se paseaban por las playas del país, sus pies lo llevaron como ya era costumbre a la entrada de los nuevos cinemas. Le encantaba ir a ver qué películas exhibían aunque no tuviera para el boleto de entrada. Estaba pasmado viendo el enorme cartel de Superman cuando una chica le preguntó:

-Disculpa, ¿sabes a qué hora empieza la función?

A Raúl le pareció extraño que alguien se dirigiera a él, de hecho no recordaba otra ocasión anterior, sin embargo respondió con prontitud, “sí, dentro de 15 minutos”.

-¡Gracias! -Entonó la chica para después voltear a un auto y continuar, -¡Papá! Ya va a empezar, dile a Jenny que baje y pasa al rato por nosotras... “Plissss”.

Ni de lejos, Raúl imaginó que años más tarde se casaría con la joven que bajó del auto, ni siquiera tuvo ojos para las dos hermanas, sólo observó el hermoso auto del año y la categoría del papá, enfundado en lo que le pareció un elegantísimo traje azul marino con líneas en vertical de otro tono azul más tenue que combinaban a la perfección con los asientos blancos de piel y el tablero en madera. Fue la imagen más fuerte que vio en su juventud y la grabó por siempre como el icono de en lo que deseaba, algún día, convertirse.

A sus 24 años, Raúl se volvió a encontrar con la chica del cine, no la recordó, pero Jennifer de inmediato lo apantalló. Pensó que alguien que se llamaba así tendría que venir de familia de dinero, y le atinó.

Jenny, aun sin ser fea, era una jovencita un tanto insignificante, de cuerpo muy delgado, sin febriles carnes que lo hicieran arder hasta convertirlo en un águila real tan portentosa que conquistaría el mundo... tan solo para ponerlo a sus pies. Por eso le causó gran emoción que el chico de pómulos saltones la cortejara. Sus padres también se tragaron el cuento del abolengo y el abuelo piñero y los apoyaron con todo económicamente para que se casaran bien y mientras Raúl “recuperaba el dinero que tenía invertido”, hasta casa les pusieron.

Una mañana del primer mes de casados, Raúl salió como todos los días simulando que iba a ver algo de sus negocios.

Al regresar, en cuanto entró en la casa, fue acariciado por el aroma de la comida. Una sensación muy extraña lo apresó mientras mil sentimientos le galopaban por el pecho.

-¿Ya llegaste flaquito? -Aulló la chillona voz de Jenny.

Raúl no contestó, simplemente continuó caminando muy despacio hasta situarse justo en la puerta de la cocina y embelesado observó la escena con todo detenimiento: Jenny, de espaldas a él vestida con un delantal, cortaba unas zanahorias para completar la ensalada. La mesa, sencilla, con una jarra de agua de limón recién hecha, tortillas calientes, un plato de frijoles y junto al servilletero de madera decorado por la misma Jenny en forma de corazón con sus iniciales, una salsa molcajeteada.

-¿Qué haces ahí parado como si hubieras visto un fantasma? ¡Anda, siéntate que se te va a enfriar! -Jenny lo tomó del brazo y lo sentó en la cabecera de la mesa, ¡sí, en la cabecera! Y frente a una humeante sopa de pasta.

Raúl quedó petrificado, era demasiado. Ese olor lo transportó en el tiempo a un adorado momento que hasta ese instante no figuraba en sus recuerdos: era su madre dándole de comer una sopita de letras mientras jugaba al avioncito con la cuchara y él retozaba feliz.

Al darle el primer sorbo, la tibieza del sabor a pollo se le fue como catarata recorriendo torrencialmente todo su organismo hasta punzar directo en el corazón. No pudo contenerse más y fingiendo un ataque de tos, corrió al baño y lloró a raudales. Era tal el estruendo de su lamento que tenía que hacer un gran esfuerzo por contener los espasmos para que Jenny no lo fuera a escuchar y descubriera lo obvio: ese aroma a hogar, a amor, a vida, tenía más de 20 años de no sentirlo, ya hasta lo había sepultado en un sórdido rincón de su mente. Por nada del mundo Jenny debería saberlo.

Pero el matrimonio no podía ser más disparejo de costumbres y educación, por lo que pronto Jenny descubrió lo que era evidente, Raúl era un fracasado.


andares69@yahoo.com.mx


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