lunes, 29 de abril del 2024
 
Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Maestro, hermoso privilegio
2015-05-15 | 08:37:12
Yo soy fruto de la cultura del esfuerzo.
Del esfuerzo de otros. Mis padres se esforzaron
en llevarme por el buen camino,
y muchos de mis maestros se dedicaron
con empeño a la tarea de mostrarme cosas
como la belleza, la justicia, la verdad y el
bien. Quizá no aprendí -no aprehendícabalmente
esos valores, pero al menos
sé que ahí están.
La señorita Petrita Rodríguez, adorable,
me enseñó las primeras letras. (Aún
no he pasado a las segundas). Por don
Fermín González, mi maestro de cuarto
año en el invicto y triunfante Colegio Zaragoza,
lasallista, supe que para educar
a alguien es necesario hacerse como él,
sentir como él.
Lloraba igual que niño cuando nos hablaba
de su madre ausente, y en el recreo
nos enseñaba a bailar el trompo y a echar
capiruchos con nuestro balero.
Del joven profesor -¡tan joven!- César
González Carielo, con quien cursé el sexto
año de primaria en la Escuela Anexa a
la Normal, aprendí la alegría que hay
en aprender. Era un maestro como los
de “Corazón, diario de un niño”, cuyos
cuentos mensuales nos leía.
Para decirle sin palabras lo mucho que
lo quería me aprendí de memoria la lista
de los ríos de Europa, y se la recité, orgulloso,
al terminar el curso: “Guadalquivir,
Guadiana, Tajo, Duero, Ebro, Garona,
Loira, Sena, Rhin.”. Unos días después
murió en un accidente de automóvil, tan
joven ¡ay! tan joven.
En la escuela secundaria tuve dos
maestras extraordinarias: doña Amelia
Vitela viuda de García y doña Juanita Flores
viuda de Teissier. De la señora Vitela
aprendí los buenos frutos que la bondad
rinde en la tarea de enseñar; por la señora
Teissier supe que nada se consigue sin
disciplina y orden.
Al paso de los años siguió siendo mi
maestra: en días de fortuna, cuando me
sonreía el éxito, me llamaba por teléfono
y me decía: “No olvide que esto también
pasará”; en días dolorosos, cuando me
atenazaban los quebrantos de la vida, me
llamaba por teléfono y me decía: “No olvide
que esto también pasará”.
Guillermo Meléndez Mata fue mi
maestro de Literatura en el bachillerato del
glorioso Ateneo Fuente. Ni siquiera tenía
el título de profesor: había sido vendedor
de libros, reportero de periódicos, agente
viajero, boxeador. Pero amaba la lectura,
y nos trasmitió ese amor.
En la Preparatoria Nocturna -cursé
dos bachilleratos al mismo tiempo, de día
uno, por la noche el otro- la inolvidable
maestra Julia Martínez, que tenía casi la
misma edad de sus alumnos, nos reveló a
los clásicos de nuestra lengua. No buscaba
darnos conocimientos -nombres y fechas
olvidables-; procuraba contagiarnos su
entusiasmo.
Por ella leí, en la benemérita Colección
Austral, a Santa Teresa de Jesús, Fray Luis
de León y San Juan de la Cruz. Me dio a ver
que los libros son la mejor escuela.
En la de Leyes de Saltillo tuve como
maestro a un patriarca venerable: don
Francisco García Cárdenas. Cuando paso
frente a su efigie de bronce en el plantel
debo resistir el impulso de persignarme
ante ella, porque don Pancho fue un santo
laico que poseyó el bien de la sabiduría y la
sabiduría del bien.
Otros muchos profesores hubo que me
enseñaron cosas buenas. Les guardo cariño
y gratitud, y compadezco de todo corazón
a quienes no tuvieron maestras y maestros
como los que tuve yo.
Hay quienes son profesores por dos
razones solas: el día 15 y el día último. No
tienen la vocación de enseñar, es decir de
dar, de darse. Son ganapanes.
Ser maestro es un hermoso privilegio.
Con tu palabra, y sobre todo con tu ejemplo,
puedes tocar muchas vidas y dejar en ellas
algo de la tuya. Si logras que tus alumnos
te recuerden con agradecimiento habrás
conseguido una muy bella forma de inmortalidad.
Para eso hay que poner en la tarea alegría
y amor. El maestro que reprueba a sus
alumnos por sistema, para darse importancia,
se reprueba a sí mismo y se hace odiar.
El complaciente, el desidioso, el que
exige poco a aquellos que están dispuestos
a dar mucho, se gana el desdén y luego el
olvido de sus estudiantes.
Yo fui maestro durante 40 años. Me
gustaría seguir siéndolo. Ya que me lo impiden
la vida y el reglamento de jubilaciones
quise hoy decirles a los maestros de ayer:
“¡Gracias!”, y a los de hoy: “¡Felicidades!”.
FIN.


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