lunes, 29 de abril del 2024
 
Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Plaza de almas
2015-05-19 | 09:56:58
La compró por despecho. Otras estatuas
las había comprado por bellas, o por raras,
o -sobre todo- porque alguno de sus rivales
la deseaba. Ésta la compró por rabia de
hombre herido que busca venganza y que
por no alcanzarla se hiere a sí mismo en
vez de herir a quien lo hirió.
La estatua representaba a Salomé. El
cuerpo de la mujer, embellecido por la
maldad, se ofrecía perversamente en la
danza a la inútil lujuria del caduco rey.
Sostenía en alto, como trofeo que se muestra,
la bandeja encharcada en sangre con
la cabeza del Bautista. La elevación de los
brazos dejaba al descubierto el vello de
las axilas de la hembra, donde temblaban
impúdicamente algunas gotas de sudor.
Sobre las costillas, anuncio de esqueleto,
se abrían las ubres, enhiestas y rotundas,
primero acercadas con promesa,
alejadas después con engaño. En su cintura
el hondo ombligo parecía hecho para que
un hombre sabio pusiera en él la punta de
la lengua. La suavidad del vientre terminaba
en el trozo de tela que no alcanzaba a
ocultar la leve protuberancia anunciadora
del primer fin y el último principio de toda
aquella voluptuosidad.
Una pierna sostenía el peso de la mujer.
La otra, ligeramente f lexionada, dejaba
ver la planta del pie, destinada al beso
del varón esclavo. En el tobillo brillaba,
maligna, una ajorca.
¿Hacia dónde miraba Salomé mientras
danzaba? Si quién la veía se ponía al frente
la mirada de la mujer se dirigía al trofeo
sanguinoso. Vista de soslayo la bailarina
miraba a quien la miraba y le decía por lo
bajo: “Esa cabeza es la tuya”.
En la estatua el coleccionista veía a la
mujer que lo dejó, y en la cabeza del sacrificado
se contemplaba él mismo. Él era la
víctima; ella la victimaria. Cuando pasaba
frente al mármol sentía que se le untaban
su dureza y su frialdad. Aborrecía a la efigie
y al mismo tiempo se sentía atraído por
ella. Mujer y estatua se le confundían.
Una noche de soledad, desnudo, sin
más luz que la que despedían los ojos
de la Salomé de mármol, le acarició los
senos y la grupa, y en vértigo febril juntó
su cuerpo al de la bailarina y poseyó a la
piedra. Desde ese día su odio y su rencor
se concentraron en la efigie. Inventó una
venganza. Imaginaba que con el tiempo
la estatua mostraría el efecto del paso de
los años.
Los pechos de la mujer perderían su
firmeza y se desplomarían, f lácidos. En los
brazos le saldrían pellejos que colgarían
como pingajos de un vestido viejo. Las nalgas
se le abultarían, grotescas, y la cintura
lisa y grácil se tornaría voluminosa panza.
En los pies le saldrían callos; los dedos se
le deformarían igual que garras de ave
carroñera. Él reiría al ver aquella ruina,
y esa risa sería su venganza.
Cada mañana iba a su galería a revisar
la estatua. Acechaba en ella cualquier cambio.
Buscaba con ferocidad alguna arruga
en el rostro de la mujer de piedra. Medía
empecinadamente la cintura y la cadera
para ver si habían crecido al menos un
milímetro. No pudo ver ninguno de esos
cambios.
Un día se dio cuenta, asustado, de que la
que estaba envejeciendo era la cabeza del
Bautista. Sus ojos, antes abrillantados por
el triunfo del martirio, se habían opacado
con la edad. Bajo ellos se formaron un par
de feas bolsas. Al paso de los meses las
lozanas mejillas se agostaron. El pelo de
la gloriosa cabellera empezó a caer, y la
vellida barba se volvió pelambre hirsuta.
La cabeza del joven profeta era ahora
la calavera monda de un patético anciano
desencantado de la vida. Corrió el coleccionista
a verse en un espejo y vio que su
cabeza era la misma envejecida cabeza que
estaba en la bandeja sostenida en alto por
la mujer, la eterna mujer de airosos brazos
y acerados senos, de cintura leve y ancas
sólidas, de muslos invitadores y piernas
ondulantes, de pies que se adelantaban
como sierpes para recibir el beso de sumisión
del macho rendido ante el misterio.
Y lloró el coleccionista.
Lloró el hombre. Por eso no pudo ver
que en los labios de la estatua había aparecido
una sonrisa. Si la hubiese visto habría
sufrido más por no saber si esa sonrisa
era de compasión o de perversidad... FIN.


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