Por Alfonso Villalva P.
Columna: Las dos… pintarrajeadas
Las dos… pintarrajeadas
2015-06-05 |
08:24:13
Entró con paso firme por la puerta principal. La señorita que asigna mesas la siguió con unos ojos de asombro y temor. Le dio alcance y le indicó cuál era su mesa. Sin embargo, ella, con la misma expresión autoritaria y prepotente, le hizo un gesto con la barbilla, indicándole su desagrado, al tiempo que se dirigió exactamente al sitio que se le pegó la gana. Un mesero comedido se acercó para explicarle que la mesa que estaba ocupando tenÃa reserva, a lo que ella respondió con frialdad volteando la cara para el lado contrario. Tras de sà venÃa una chamaquita que seguramente no pasaba de los quince, arreglada muy al estilo de la Pintarrajeada de Vicente Leñero. ConcluÃ, sin fundamentos, que era su hija o su protegida, aun cuando ella no le dirigÃa la palabra. Los meseros y la señorita hostess se conformaron con el atropello y regresaron a sus ocupaciones y ella les observó mientras se retiraban con un aire de triunfo inexplicable. Desde luego que la edad era patente en las arrugas que se entrecruzaban en la circunvalación de los ojos, y que resultaban evidentes a pesar de las ostensibles capas de maquillaje oscuro y de mala calidad que se extendÃa por su rostro moreno y cacarizo. Su traje sastre, aunque poco apropiado para estos tiempos de calor y, sobre todo, fuera de todo contexto de la moda –al menos lo que yo entiendo de ella-, se ceñÃa a sus carnes abundantes, mientras destellaban al ritmo de sus movimientos, pequeñas partÃculas de lentejuela bordadas en la sisa. Todo el número cautivó mi atención mientras yo esperaba ocioso en la mesa de al lado. Aunque silenciosos, su acto de atropello, violación del orden y sobre todo, vejación a los muchachos que cumplÃan con sus obligaciones
en el restaurante, resultaba verdaderamente molestos. Qué cambio ni que leches -pensé-, porque mientras este tipo de energúmenos de peso welter circulen libremente en una sociedad, estamos listos para el fracaso, para la ignominia, para ser gobernados por el primero que se pare enfrente. Pero la vida salda cuentas de manera sabia y, a veces, automática, y no pasaron más de cinco minutos –yo no le quitaba la vista de encima-, para que pudiera comprender mucho de lo que allà veÃa. Este desprecio por los que aparentemente eran menos que ella, ese disfraz de cortesana de los cuarentas con el que traÃa a la presunta hija, esa seguridad con la que chasqueó la lengua para demandar se le sirviera un tequila blanco de inmediato se transformó cuando sus ojos encontraron una mesa distante de dos jóvenes aparentemente universitarios que, sonrientes y frescos, esperaban ansiosos el arribo de sus compañeros. La soberbia primero se transformó en rencor en esos ojos marchitos que parecÃan totalmente secos, incapaces de lagrimar. Luego… luego pude observar una tristeza profunda que no pudo contener. Quizá fue solamente un instante, un momento fugaz de debilidad, pero suficiente para decir más que mil palabras de lo que quizá habÃa sido una juventud frustrada, o quizá descarriada, o quizá corrompida –como la de la presunta hija- contrastante inexorablemente con una vida amargosa, enfundada en una figura regordeta y contrahecha, absurdamente centrada en el dinero –aunque parecÃa que también en ese departamento habÃa fallado-. Rompió el contacto con la imagen de los jóvenes del fondo, y dejó caer los párpados dramáticamente, con una lentitud asombrosa,
mientras giraba la cabeza para echar, ahora, una ojeada a la niña desproporcionadamente maquillada que ocupaba su derecha. En ese momento, llegaron dos individuos acompañados por una mujer aún más sospechosa e intercambiaron cariñosos saludos y risotadas de un estilo seductoramente vulgar. Se le ordenó a la niña levantarse y dar un giro de trescientos sesenta grados para que los recién llegados pudieran ver descaradamente sus formas escasamente cubiertas por un atuendo escueto. Hubiera sido un abuso tratar de oÃr su conversación -que lucÃa por demás inatractiva-, pero por sus formas y actitudes se podÃa observar el dominio que esta tÃa poseÃa sobre sus contertulios. Ya después, me ocupé de lo mÃo, llegaron las personas que esperaba y perdà la atención. A la salida, de reojo registré que ellos seguÃan derrochando soeces carcajadas mientras la niña pintada abrÃa sus ojitos en señal de atención. Y me quedé meditando, mientras esperaba mi coche, acerca del futuro de la adolescente que acababa de ver, acerca de la recurrencia de casos como este en el que, después de darnos golpes de pecho patrióticos, salimos a la calle a arrebatar lo que sea, aun cuando sepamos que no nos corresponde, atropellando la dignidad de otros que tratan de ganarse la vida con dignidad pero que quizá, coyunturalmente, tienen una posición incómoda para exigir respeto, para defender lo suyo. Me quedé pensando, ya enchilado, que con mujeres como esa, ya hemos perdido más de una generación.
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