martes, 30 de abril del 2024
 
Por Alfonso Villalva P.
Columna: Impostores
Impostores
2015-06-12 | 09:56:23
Siempre que vengo a verte,
tropiezo con la misma raíz
aparente del flamboyán que
rompe el pavimento, grosera y
amenazadora. No sé por qué, pero no he logrado
retener la ubicación precisa de las cosas que
tienes a tu alrededor, a pesar de tantas visitas.
En particular la del flamboyán, que tan evidente
sombra proyecta sobre tu domicilio actual.
No tengo la costumbre de festejar las navidades
contigo, ni tampoco el rito formal de la
visita anualizada que obedece a cambios en el
calendario, ni a estas fiestas consumistas que se
han montado los pregoneros de la modernidad.
Ni contigo en junio, ni con mamá en mayo, ni
con nadie en abril, ni febrero…
Lo sabes bien, vengo cuando te necesito,
la neta, cuando es verdaderamente preciso
buscar una tercera opinión, o simplemente
desguanzar la lengua para dejar fluir la carga
que viene desde dentro de las entrañas, desde
el fondo del corazón, desde el ojo del huracán
de las preguntas sin respuesta.
Vengo cuando te recuerdo y tu presencia se
convierte en un dejo de holograma que rehúsa
desaparecer del ceño de mi frente.
Sería bueno que estuvieras por aquí otra vez,
y que vieras por ti mismo en lo que nos hemos
convertido, sí, porque nos hemos transformado,
verás, y hemos mudado nuestras antiguas
maneras por adaptaciones a las circunstancias
que decide el destino, que deciden las portadas
del Hola y el Quién, que señalan los “trending
topics” y que no son más que lo mismo, igual.
Esos proverbiales cambios de trescientos
sesenta grados, tan inútiles, pero tan populares
en los compañeros de generación.
Así como las elecciones, vaya, el nuevo PRI,
la lucha por los pobres de los que se disfrazan de
izquierda, y la soez mojigatería de las derechas
de siempre. Todo cambia para llegar a lo mismo,
acaso con glorioso technicolor, con formas
digitales, pero igual.
Cediendo el fondo por las apariencias, como
acostumbrabas advertir tu desde la cabecera
de esas mesas de almuerzo dominical, cuando
reñías a las muchachas -mis hermanas-, a papá,
a tu hija, que oficia de mi madre también, a Mercedes
con su hijo bastardo –como se empeño
en calificarlo el padre de mi padre -.
El orígen fue de todos, la causa, la culpa y el
reconocimiento. Todos alimentamos ese ambiente
familiar que promovia la descalificacion
con ideas autoritarias, epítetos incomodos,
ignorancia radical y una muy mala concepción
del respeto, por más que a todos nos hacias
callar al iniciar el almuerzo mientras pronunciabas
las palabras mágicas que santiguaban los
alimentos y limpiaban artificalmente nuestras
conciencias intranquilas. Un camino furioso
a la impostura…
Ya lo vez. Pasaron los años y las muchachas
se fueron de casa. No volverán. Tomaron un
rumbo distinto cuyo viraje escapo a mi acostumbrada
perspicacia. No sé donde estuvo
el error. Ellas ya no ríen con los chascarrillos
institucionales de mamá, se han vuelto sofisticadas,
poseedoras de mundo.
Han migrado ya, a otros intereses, a preocupaciones
de moda. Han asumido su porvenir
aplicando toda su audacia, sufriendo la vigencia
de sus limitaciones, entregando su corazón a
los sueños que esperan ver cumplidos en la
encarnación de su versión de principe azul,
aunque de antemano sepan que es también
un impostor y su corcel es una mula de carga.
Papá decidió vaciar el bagaje de su vida y
cambiarnos a todos por un par de senos repletos
de silicón. Intenta vivir aquello que no fue
cuando tenía veintipocos. Según entiendo, se
dejó crecer la melena y circula de tren en tren
por las vías de una Europa que nunca conoció
con mamá.
Él nunca aceptó lo del hijo de Mercedes, y
prefirió darle la vuelta engendrando uno nuevo
él mismo con su asistente personal de reciente
adquisición.
El chiquito –el de Mercedes- anda por la
vida aún sin la conciencia de que fue rechazado
y descalificado por su abuelo paterno –aún no
sabe el significado de la palabra bastardo, que
algun día le alcanzará y generará
demonios en su cabeza y
corazón-.
El corre por los pasillos de
casa cuando arriba con su madre esos fines de
semana largos que pasan con nosotros, que son
particularmente largos cuando el niño no deja
de correr, ni de gritar en el cuarto contiguo a mi
estudio, en dónde inútilmente intento recuperar
la concentración para seguir persiguiendo el
sueño de trascender con mi arte en manifestaciones
plásticas y muy revolucionarias.
A mi, me dejó Julia. Se exasperó de mis
palabras cultas y mis disquisiciones sobre la
verdad, la justicia y la igualdad. Rompió de
una sola y violenta vez con el mundo perdido
de los trazos, los óleos y los acrílicos, y decidió
vivir la aventura a su propio aire. Se fue a vivir
a San Francisco; se fue con la esperanza de
vivir la pasión con un banquero americano,
un millonario inglés.
Mamá sigue como siempre, ocupada en el
ir y venir de la operación doméstica de nuestra
morada, preparando comidas, cenas y huevos
con chorizo. Sin lograr jamás la tan esperada
pérdida súbita de peso, para usar una vez más
los vestidos que le comprabas en tus viajes a
Nueva York.
Ella sigue igual, sin recibir aún de nadie un
ajuste de cuentas que la pueda resarcir de todo
lo que ha perdido en su vida personal, por estar
siempre pendiente de todo lo de los demás, por
zurcir un pantalón en la madrugada, por hacer
milagros inverosímiles con el gasto que dejó
papá; por haber cancelado sus sueños propios
para servir de peón de vidas ajenas.
Ella sigue igual, y de seguir así las cosas,
pronto te alcanzará aquí, en tu domicilio permanente,
y la vendré a visitar de vez en vez,
previo tropiezo con el flamboyán, y quizá allí,
le diré a tu hija todas las cosas por las que yo
hubiese luchado pero jamás me atreví, aquellas
cosas que siempre le he admirado a ella, pero
que mi impericia, falta de talento y desapego
a esas fechas cursis y mercadeables de mayo y
junio, impidieron comunicarle durante toda
la vida.


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