domingo, 05 de mayo del 2024
 
Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Corrupción tolerada
2015-06-29 | 09:58:32
falsas las versiones que hablan de un
México republicano, el de los liberales
juaristas, austero, sobrio y de moralidad
acrisolada. Desde la época de la Colonia
se había enseñoreado de la vida política de
México una corrupción que nunca hemos
sido capaces de vencer.
El famoso “unto mexicano” -así se llamaba
en el virreinato lo que hoy conocemos
con el nombre de “mordida”- fue uno de los
primeros usos que los extranjeros conocían
al venir aquí. Con los españoles llegaron
a México dos grandes males: la sífilis y la
corrupción.
A la primera la acabó la ciencia; con la
segunda parece que no podrá acabar ni el
Padre Eterno. Ya en la Nueva España se
veía esa rampante corrupción.
Títulos, dignidades, condecoraciones,
grados militares, prebendas religiosas,
todo era objeto de ilícito comercio. Unos
se enriquecían vendiendo a otros la oportunidad
de enriquecerse. El tráfico de
influencias era cosa común y tolerada.
Un cierto barbero le cayó en gracia a
un virrey recién llegado, a quien agradó el
despejado ingenio del rapista. Le preguntó
si quería alguna merced. ¿Un cargo en la
administración? ¿Un estanco donde obtener
ganancia? Nada de eso quería el fígaro.
Le dijo al virrey que lo único que le pedía
es que al ir en su carroza se detuviera
un momento al pasar por su barbería y lo
saludara con amabilidad. Así lo hizo el
virrey, sorprendido por lo poco que pedía
su peluquero.
Y sucedió que todos los cortesanos, al ver
la amistad del rapabarbas con el alto señor,
empezaron a acercarse a él para pedirle
que al afeitar a Su Excelencia le deslizara
algunas palabras al oído en su favor. Por
aquel servicio cobraba el barbero buenas
sumas, con lo que se enriqueció bien pronto.
La corrupción no sólo tenía género masculino.
Una virreina llegó acá y observó que
las damas mexicanas lucían espléndidos
collares de finísimas y grandes perlas. De
inmediato hizo correr el rumor, difundido
por sus damas españolas, de que las perlas
habían pasado de moda ya en Europa, y
que se consideraba cursi y paya a la mujer
que las usaba.
Las pobres señoras del país, azoradas,
empezaron a vender sus perlas, que fueron
compradas a precio vil por hábiles agentes
de la virreina. Cuando ésta volvió a España
sus ricas perlas fueron la admiración y
envidia de la corte.
Los militares que vinieron con Maximiliano
aprendieron pronto que en México
casi todo se podía comprar. Pero ellos
mismos no tardaron en aprender los usos
mexicanos. Un visitante alemán se sorprendió
al encontrar en la capital dos grandes
almacenes de telas y ropa.
Todo tipo de géneros se podían hallar
ahí, y a precio menor que en cualquier parte,
pues venían sin pagar flete en los barcos
de guerra franceses. Tampoco cubrían los
derechos de las aduanas, y eran traídos a
costa del gobierno.
¿Quién era el propietario de esos almacenes?
El mismísimo mariscal Bazaine,
principal comandante de la expedición
francesa. Tal parece, entonces, que la corrupción
no es solamente mexicana. Va,
como el instinto sexual y el de conservación,
en la naturaleza del hombre. Sólo la
aplicación recta de la ley puede frenarla.
Y en México la ley es letra muerta, o por lo
menos bastante desmadrada.
Mañana debería aparecer aquí “El
chiste más pelado del primer semestre del
año”. Sin embargo doña Tebaida Tridua,
censora de la pública moral, interpuso un
amparo, y retrasó por un día la publicación
del vitando chascarrillo, que verá la luz el
próximo miércoles. ¡No se lo pierdan mis
cuatro lectores!
Don Chinguetas y doña Gorgolota viajaron
a un país de oriente. Un jeque vio a
la señora y se prendó al instante de ella,
pues le gustaban las mujeres gordas, y doña
Gorgolota era abundante en carnes. Le
dijo a Don Chinguetas: “Te compro a tu
mujer”. Respondió el, desconcertado: “No
está en venta”.
Insistió el jeque: “Te doy 100 camellos
por ella”. Después de una larga pausa volvió
a contestar el marido: “No. Definitivamente
no la vendo”. El jeque masculló algunas
maldiciones y se fue.
Doña Gorgolota, furiosa, le preguntó a
su esposo por qué había tardado en contestar.
Respondió don Chinguetas: “Es que me
costó trabajo calcular lo que me costaría
llevar a casa los 100 camellos”. FIN.

MIRADOR
››armando
fuentes aguirre
Llega una libélula y mi jardín se
llena de art nouveau.
A la libélula le sobra mucho para
ser insecto y le falta poco para ser
ave. Es algo más que una mariposa
y algo menos que un colibrí.
La quiero porque me trae evocaciones
raras. Pienso en Mata Hari,
en Pola Negri, en la Pavlova.
Si la libélula fuera mujer sería
seguramente mujer fatal. Claro, a
fin de cuentas todas las mujeres son
fatales, pues en cada una de ellas
está el destino de algún hombre.
Si no se cumple ese hado es porque
la mujer fue muy sabia o porque el
hombre fue muy tonto.
Pienso en todo eso mientras
contemplo el vuelo sereno y elegante
de este caballito del diablo.
Así llamábamos a la libélula los
niños del ayer. Quizás un hombre
de religión la vio apareándose en el
aire y le puso ese nombre al mismo
tiempo afectuoso y de condenación:
caballito del diablo.
Se va de pronto la libélula. Y
yo me doy al diablo por haberme
puesto a elucubrar sobre ella en
vez de haberla disfrutado. Me ha
sucedido antes con otra clase de
libélulas.
¡Hasta mañana!...
MANGANITAS
››por afa
“Por el calor escasea el agua”.
Un tipo que mucho bebe,
pues siente una sed mortal,
dijo: “No importa, con tal
de que no falte la cheve”.


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