viernes, 03 de mayo del 2024
 
Por Alfonso Villalva P.
Columna: Junto al comal
Junto al comal
2015-08-21 | 09:52:09
Puños bien apretados. Puños
gruesos, morenos y ásperos. Se posan
sobre el nixtamal de manera mecánica,
rutinaria, definitivamente, experta. Dos,
tres, cien o mil toneladas transformadas
sistemáticamente en calientes discos de
maíz, círculos perfectos que servirán a
miles, millones, para envolver su guisado,
su queso derretido, su huitlacoche o su
cuero con nopal, para balancear el picor
del chile en cualquier pueblo, en cualquier
rincón de la tierra que parió esos puños.
Los puños aprietan así, como lo
han hecho siempre, desde muy tempranas
horas de la madrugada para
que no haga falta, para que siempre
estén disponibles los complementos de
ese alimento mexicano que conforme
avanza el efecto de la mundialización,
se vuelve cada vez más escaso allí, precisamente
dentro del disco de maíz.
Atrás, siempre atrás del local en que
se expenden las tortillas, al fondo de
la cocina, junto al comal o la máquina
que las escupe por millares.
La dueña de esos puños que estrangulan
la masa fresca permanece
siempre oculta, allá en las sombras
de la inexistencia material, como las
costureras que tuvieron que esperar a
que alguien removiera escombros en
el 85, para materializarse en el mundo
nuestro, el que vale, ese en el que
insertamos marcas estrambóticas a
nuestras prendas de vestir como divisa
de progreso y valor social, ese mundo
en el que cambiamos retablo barroco
por hamburguesería transnacional en
nuestros centros históricos.
De la dueña de esos puños nadie
se ocupará quizá. A quién diablos le
importa una imagen robusta, de brazos
enormes que han crecido a fuerza
de amasar, en tanto las tortillas sigan
allí, sobre la mesa, calientitas, listas
para devorarse.
Quién dará cinco centavos de atención,
de importancia, a una señora
de humores fuertes y desagradables,
sobacos tupidos, de pocas palabras y
delantal batido con maíz reseco.
A una mujer que tiene negado el
derecho de serlo, porque cuando abandona
el centro esclavizante de trabajo,
es sucesivamente explotada por unos
hijos para los que es más criada que
madre, y por un marido demandante
que, frecuentemente, por puro ocio,
por puro amor a los donpedros -financiados
por el oficio de amasar-, le parte
el hocico a cachetadas, para que sepa
quien manda allí.
Puños que pertenecen a una mujer
a quien una maldita comisión de salarios
mínimos le impuso desde siempre
límite a sus aspiraciones, a sus
sentires, a sus sueños quebradizos y
sus lágrimas saladas, que probablemente
dejaron de fluir hace muchos
años, por miedo siquiera a pensarlos,
a revelarlos.
Salario mínimo y tal, decidieron
unos hombres de corbata de seda –o
terlenka- y chamarras de cuero sindical,
muy apresurados antes de salir a
comer, todos juntos, a ese restaurante
de copas, filete bien dorado, camarones
en espada flameados al cognac,
y hartas tortillas para acompañar.
Y ahora viene la fiesta nacional, el
grito, el desfile y la parafernalia patriotera
de todos los que solamente nos
acordamos de la patria cuando hay
puente, cuando hay noche libre.
Los que van invitados a palacio, de
gala, verá usted. Los que truenan cohetones
y queman llantas nomás para
festejar –o fregar, según sea
el caso-. Los buenos mexicanos que
entonan a su modo el Himno Nacional,
con mucho sentimiento, estrofas entrecortadas
y siempre, muy conscientes
de que “masiosare”, fue, efectivamente,
un extraño enemigo.
Todos al festejo, a la playa, a la plaza,
a gritar muy fuerte que viva Madero
–a quien ahora evocamos-, que viva
Hidalgo –ya purificado como honesto
libertador indiscutible-o Allende.
Hasta la democracia, verá y en una
de esas, por qué no, Juandieguito también.
¡Que vivan todos! Menos la del
comal. Todos, porque la fiesta lo permite
todo, siempre en tono tricolor, en
abundantes cenas pozoleras, tolerancia
de noche libre que llega al vómito de
la inconciencia en cualquier esquina,
en cualquier sillón, o en un bólido que
se convierte en ataúd a ciento ochenta
por hora.
En las miles de toneladas de basura
que dejaremos allí al término de la euforia
–con discreción, digo, no vaya a ser
que la patria se enoje con nosotros-.
Todos ahogados -contentos dirán
los eufemistas-, todos eufóricos; con
la panza bien llena de tacos, tostadas,
enchiladas y quesadillas que estuvieron
allí, disponibles y sabrosas, gracias
a que ella, una tortillera común,
corriente, ordinaria, chimuela, con
chicle en la boca, malas palabras y
brazos henchidos de tanto trabajar,
ha permanecido allí, desde siempre,
esperando quizá, que un día, a ella,
le permitamos amasar su propia vida
de mujer, en un sitio que no esté junto
al comal.
Twitter: @avillalva_
columnasv@hotmail.com


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