viernes, 03 de mayo del 2024
 
Por Alfonso Villalva P.
Columna: Corazón sangrante
Corazón sangrante
2015-09-04 | 10:55:06
El tatuaje era ciertamente oscuro pero
bien delimitado para proyectar, en contraste
con la piel tersa y blanca –como
de gallina desplumada- una especie de
puñal que describía la acción de clavarse
en un corazón sangrante. Se veía desde
lejos, a un simple golpe de vista sobre su
hombro descubierto.
No daba lugar a dudas que era una de
esas proverbiales “señas particulares”
que todos los formatos oficiales de identificación
requieren junto con la media
filiación de rigor.
También eso coincidía, la media filiación:
piel blanca, cara ovalada, nariz
aguileña, pelo castaño claro, estatura
1.71 m. Exactamente igual.
El color de los ojos no era determinable,
por el contrario, pues sus párpados
estaban totalmente caídos, cerrados,
permitiendo solamente la apertura de
una rendija por la que seguramente traspasaría
un rayito de luz. Pero Erubiel
–a mí me hubiera parecido que así se
llamaba él- sabía que en verdad, eran
negros, oscuros y profundos también.
Exactamente cuando pasé por allí,
Erubiel –o el hombre que tenía cara de
Erubiel-, gimió y su cuadro lacrimógeno
le convulsionó la caja toráxica. Le dolió,
lo pude ver en el rictus de su cara.
También él había acusado ya un descontrol
del cuerpo. Habían pasado ya
setenta y dos horas desde que ingresaron
a la sala de urgencias del hospital ante
un cuadro de hemorragia interna generalizada
y él, prácticamente, no había
dormido, y el sueño que había alcanzado
a conciliar había sido involuntario, apesadumbrado,
repleto de pesadillas, y de
sudor frío y de ganas de orinar.
Parecía increíble. Era la fase terminal
de la enfermedad que tan solo ocho
meses antes se había manifestado como
un dolor de cabeza que no quitaban ni
las pastillas, ni el sexo nocturno ni las
inyecciones intramusculares.
No necesitaban decirlo ellos, usted
ya sabe como son los hospitales, basta
deambular un rato por los pasillos para
enterarse de la vida, de la obra y, sobre
todo, de las miserias ajenas; de las tragedias
sin nombre, sin difusión televisiva,
sin ocho columnas.
Por lo que pude averiguar escuchando
a las enfermeras lamentarse por la mala
fortuna del buen hombre, y especialmente
de la mujer que era quien estaba
despidiendo su existencia terrenal, ellos
eran un matrimonio de diez, quizá quince
años.
No habían tenido la oportunidad de
engendrar hijos, así es que la muerte,
sanguinaria y sin piedad, además de
cortar los sueños de ella, le dejaba a él
con un palmo de narices, sin nadie en el
mundo, con una cama vacía y bien fría,
imposible de calentar.
Seguramente ella habría sido una
buena mujer, una solidaria compañera.
El dolor del señor que tenía cara de
Erubiel confirmaba que ella había sido
capaz de generar en él esa pasión, ese
tipo de afectos que provocan crisis ante
la partida definitiva, ante la realidad
inapelable de un cajón de madera de pino
y un horno de cremación.
Él no rezaba, ni apretaba un crucifijo
en sus manos. No hablaba, solamente
permanecía de pie, todo el tiempo,
erguido junto a su cama -la de ella-,
contemplando su rostro y ese tatuaje
en el hombro izquierdo que ella probablemente
le regaló como una sorpresa,
seguramente en algún viaje pasional,
en alguna noche de encuentro en la que
consolidaron su vinculación.
La siguiente vez que fui a ese hospital
en los días que siguieron, la habitación
estaba vacía, excepto por una afanadora
que fregaba los pisos con desinfectante
industrial con cara de circunstancia, como
de rutina, como quien limpia un baño
público en una central camionera, en
una caseta de peaje de autopista federal.
No hubo necesidad de preguntar nada.
Las conclusiones saltaban a la vista.
Era, efectivamente, una de esas historias
en las que muere algo más que materia
biológica, en las que se mutila para
siempre una ilusión, un porvenir, una
realización, merced a un inmundo bicho
que nos acecha a todos, de día y de noche,
esperando el momento más inoportuno
para atacar cualquier corazón sangrante.
Twitter: @avillalva_
columnasv@hotmail.com


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