viernes, 03 de mayo del 2024
 
Por Yuriria Sierra
Columna: Con el grito atorado en la garganta
Con el grito atorado en la garganta
2015-09-18 | 09:40:34
Nada como la famosa ceremonia de El Grito de Independencia para mirar y mirarnos (o, al menos, nuestra sombra reflejada en las paredes de Palacio Nacional), y para que el gobernante en turno mire y se mire (o, al menos, su propia sombra proyectada en la plaza del Zócalo frente al que tañe la campana). Para tomar la temperatura de eso que llamamos “nación”. Pocas veces —como cada 15 de septiembre—, nos miramos ante ese reflejo que, aunque coloreado en verde, blanco y rojo, nos devuelve una imagen casi nítida de nuestra naturaleza, pero también de nuestra circunstancia. Somos un pueblo de muchos contrastes (es un lugar común y se ha dicho hasta el cansancio), pero me quiero detener en los más sutiles, en los menos evidentes. Ésos que la noche del 15 se hicieron particularmente presentes. Ésos que son motivo de nuestro, a la vez, melancólico y furioso sentimiento de vacío: los mexicanos, animales que somos, tan entregados a la simulación y al autoengaño, que no hemos logrado terminar de construir algo parecido a la identidad y la autoestima colectivas. Jugamos el papel que se espera que juguemos, ése que nos autoimponemos como parte de un defectuoso “pacto social” que sólo ha encontrado su también defectuoso engranaje de relojería en la negación de su naturaleza: la máscara usurpa el lugar que corresponde al rostro (diagnóstico impecable que ya hacía Octavio Paz) y nos convence de que el simulacro opera tan en, supuesto, propio beneficio que acaba por desplazar a la piel original. El camaleón renuncia a su color primario —en gran medida porque lo forzó al olvido—, por su color de nacimiento. Y ocurre, sobre todo, porque el mexicano es incapaz de enunciar esta verdad: soy un camaleón. Esa ha sido nuestra historia: la narración de nuestra relación herida y distorsionada ante el espejo. Y es que si no sabemos nombrar a las cosas por su nombre, ni nombrarnos a nosotros mismos —como no sea a través de una colección interminable de eufemismos—, ¿cómo demonios se supone que podemos gritar con orgullo y alegría? Si renunciamos a la voz de la verdad y la autocrítica, si caemos redonditos en la exageración de nuestras virtudes y negamos el peso real de
tantos de nuestros defectos, ¿cómo vamos a gritar “Viva México”? ¿Que viva cuál México, el que es o el que todos nos inventamos? ¿El México que sueña sueños güajiros de un futuro al que poco o casi nada le invierte o el que está atorado lamiéndose las heridas —reales o ficticias— de un pasado que siempre se revela exclusivamente a través de una renovada narrativa del autoengaño? ¿Viva cuál México, ese que tanto se crece y engrandece ante la adversidad o el que se vuelve charlatán y autodestructivo frente a la propia deshonra? ¿Cómo vamos a gritar “Viva México” cuando ni siquiera sabemos de qué México estamos hablando? Francamente no recuerdo una imagen como la del martes por la noche: la plancha del Zócalo completamente deslucida y descorazonada. Una estampa del sentimiento en las calles de ésta y cualquier otra ciudad del país. De nosotros, los mexicanos que somos los expertos mundiales en armar tremenda fiesta así seamos unos cuantos (como parte de nuestro mejor arsenal de mecanismos para la negación, por cierto); pero, digamos, a ese Zócalo que tantas veces hemos visto explotando de alegría sin importar la tragedia o circunstancia, le hizo falta algo. Y lo pudimos ver en los ojos de todos, incluidos los del presidente Enrique Peña Nieto: él, como nosotros, también se quedó con el grito atorado en la garganta. Este año ha sido particularmente complicado por asuntos de todos conocidos, así que intuíamos que el desánimo tendría una presencia inevitable, pero una vez pasada la noche del 15 y esta sensación de oquedad, nos toca pensar qué es lo que sigue (y con urgencia). ¿Qué tal empezar por reconocer que el México en el que vivimos hoy, no puede apostar por sus virtudes al futuro si no se deshace de sus peores vicios del pasado? ¿Qué tal empezar por reconocer que en esta última década nos hemos visto ya de cuerpo entero y ya no nos gustamos ni como lo que fuimos ni como lo que somos, y por lo tanto tampoco como aquello que seremos? ¿Qué tal empezar, pues, por contarnos algunas verdades al espejo? Porque entonces sí, a pesar del miedo ante la propia imagen, tendremos —viejos y nuevos— grandes motivos para gritar con todo el pecho: ¡Viva México!


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