sábado, 04 de mayo del 2024
 
Por Jorge Zepeda Patterson
Columna: El cuarenta y cuatro
El cuarenta y cuatro
2015-09-30 | 10:03:32
Morirse no es como lo pintan. Me gustaría
decirles que vi un rayo de luz o que escuché
la música de los arcángeles, pero la negrura
sólo dejaba ver reflejos de luna sobre las
pistolas de los pinches matones y los fogonazos
intermitentes cuando apretaban
los gatillos. Y de oír, nada. El corazón me
tronaba más fuerte que los gritos de mis
compas o quizá sería el balazo que me rompió
el oído un rato antes cuando tumbaron
a José porque no quiso bajarse del camión.
El caso es que yo ya nomás oía para adentro.
Aunque adentro tampoco había mucha
música: traía ya las tripas revueltas y me
sacudían arcadas como las que le dan al
perro del conserje de la escuela.
Pensé que andaba con suerte. Esa misma
mañana Matilde me había mandado a decir
que sí. O casi; es hija de los riquillos del
pueblo, los Fonseca de la ferretería, y para
su papá soy punto menos que el diablo. Ni
siquiera me conoce, pero prefiere como
yerno a cualquier pelagatos que a un normalista
que nunca saldrá de pobre como yo,
trabajando de maestro de escuela pública.
Pero la Matilde es de buena ley, quedamos
de vernos el sábado atrás del camposanto
para platicarnos. Si agarro el camión de
las siete, para el mediodía estoy llegando
a Tarinco. Llevaré el anillo que le compré
en Taxco y una cobija. Con suerte dice que
sí a todo.
Así que cuando me fueron dejando de
lado mientras bajaban a los otros pensé que
era mi día de suerte. Tenía meses sobando
las palabras que le iba a decir y estaba
seguro que la vida no me iba a dejar en la
puritita orilla. Seguro que el destino me
estaba dejando al último porque algo iba
a pasar: igual me puedo morir la semana
siguiente, pero no antes de besar a Matilde,
tocar sus piernas, bajarle el sol y las
estrellas. Algo tendrá que impedir lo que
está pasando. Llegarán los soldados y se
armará la balacera o un capo de los narcos
aparecerá para gritar a todo pulmón, “qué
pendejada están haciendo, cabrones”. Yo
mismo escuché la frase dos veces en la
cabeza y la musité en voz baja.
Pero los cabrones nunca la oyeron. Uno
de ellos, el que parecía el jefe me vio y me
dijo “No te hagas güey, güerito” y movió
la cabeza para que bajara. Soy más prieto
que el zapote pero desde niño me dicen el
Gringo por el ojo verde. Cómo será de fuerte
mi querencia por Matilde que todavía en
ese momento estaba convencido de que yo
andaba con suerte. El tono con el que me
cuchilió para que saliera del camión era
cariñoso; un hombre alto con chamarra
de borrego. A otros los habían movido a
punta de insultos y tubazos. “Este no me
va a matar”, pensé. Y no me equivoqué,
pero fue lo único a lo que le atiné esa noche.
Detrás del enchamarrado apareció un
tipo con las mangas arremangadas y la cara
pringada de gotas rojas como si hubiera
estado comiendo sandías. En cuanto apoyé
el pie en la tierra el culero me dio un golpe en
la pierna con una barra de metal. Escuché
el crujido de la rodilla y a pesar del aullido
de dolor me consolé pensando que había
sido la izquierda y no la derecha; es temida
por todos los porteros en el torneo de fut
de la escuela.
Quedé tirado y encogido metido en la
burbuja de un dolor animal; era de color
amarillo. Luego volví a escuchar la voz del
hombre alto: “ya, dale de una vez”. Y de
nuevo pensé que sonaba cariñoso. Luego
oí un plomazo y el amarillo se hizo negro.
No, la muerte no es como la pintan.
@jorgezepedap


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