jueves, 02 de mayo del 2024
 
Por Catón
Columna: De políticas y cosas peores
Plaza de almas
2016-04-19 | 09:08:48
¡Ah, cómo odiabas que te dijera “Ricardito”! Te lo decía por cariño, es cierto, pero ella era inferior a ti, y en sus labios ese diminutivo te irritaba. Además sabías -¡cuántas cosas inútiles sabías!- que ese nombre, “ricardito”, recibían los mozalbetes, generalmente afeminados, que servían a las coristas de los teatros y les hacían mandados a cambio de una propina. Nunca le pediste, sin embargo, que te llamara por tu nombre: Ricardo. Además ella se acostaba contigo. ¿Por qué? No lo sabías. No por dinero, pues nunca te pidió nada. Tampoco por amor: jamás se cruzó entre ambos un “te quiero”. Pero siempre que la buscabas ahí estaba para ti. Iba contigo a donde la llevaras; se te entregaba con la sumisión de su clase, es decir con la sumisión de la pobreza. En el acto del amor se mostraba recatada, sin los arrebatos de tus otras amigas, las de tu condición, que a veces tenían audacias que te sorprendían. Ella era humilde; te dejaba hacer, pero no hacía nada si no se lo pedías. Eso te gustaba. Era como tener una esclavita de carne suave y dulce a la que podías recurrir cuando se te antojara para arrojar en ella la hombría que te desbordaba. Una noche sentiste, incontenible, el impulso del macho en rijo, y fuiste a buscarla en su casa de las afueras, ahí donde la dejabas después de cada cita. Jamás lo habías hecho. Ni siquiera sabías con quién vivía. Vagamente recordaste que alguna vez te dijo que vivía con una hermana y su familia. Estacionaste el coche frente a la casa -era del año, y eso los impresionaría- y llamaste a la puerta. La abrió un hombre que no supiste si era viejo o joven, quizá el marido de la hermana. Le preguntaste por Lupita. No contestó. Fue a llamarla. Llegó ella y le dijiste sin más: “¿Vamos?”. Por el tono de tu voz aquello no sonó a pregunta, sino a orden: “Vamos”. Ella te contestó: “Hoy no, Ricardito. Mañana, si quieres, o cualquier otro día, pero esta noche no”. “¿Por qué no?” -preguntaste molesto. Respondió ella: “Ven”. Te hizo pasar. La casa no era tal casa; era una especie de bodega en la cual se veían algunos escasos muebles. En un rincón la cocina; en otro las camas. El sitio estaba a oscuras, iluminado solo por la luz de unas velas que ardían sobre una mesa en centro de la habitación. En esa mesa pudiste ver un pequeño bulto. Era un niño. Cubierto con un lienzo blanco sólo se le miraba el rostro, blanco con la blancura de la muerte. “Murió hace un rato -te dijo Lupita-. Ella es mi hermana, su mamá”. Sentada en una silla estaba la mujer. “La acompaño en su sentimiento” -dijiste desmañadamente. El hombre que abrió la puerta se acercó. “Él es mi cuñado”. “Mucho gusto”. Palabras huecas, torpes. El otro no contestó. Se hizo un silencio que te pareció eterno. Para romperlo preguntaste sin dirigirte a nadie: “¿De qué murió el angelito?”. Supusiste que ellos usaban esa palabra, “angelito”, de modo que la usaste tú. Con voz ronca contestó desde su silla la mamá:
“De hambre”. El hombre bajó la cabeza, avergonzado. Después de otro silencio largo: “Bueno, me voy”. Te volviste a los esposos: “Si de algo puedo servir.”. Y la mujer: “Gracias”. Lupita te acompañó a la puerta. Le dijiste: “Ven”. La tomaste por un brazo y la llevaste, arrastrándola casi, a la vuelta de la esquina. La noche estaba oscura; en la calle no había nadie. Ahí la pusiste contra la pared y oprimiste su cuerpo con el tuyo. La besaste en la boca y en el cuello; le agarraste los pechos; pusiste la mano entre sus piernas. “No, Ricardito -suplicó ella tratando de desasirse e tu abrazo-. Hoy no, por favor”. No hiciste caso. La tomaste por la fuerza. Cuando terminaste ella estaba llorando. Con gesto de gran señor le diste tu pañuelo: “Después te hablo”. Y ella en voz baja: “Está bien, Ricardito”. Pensaste con molestia mientras subías al coche: “¡Y dale con el Ricardito!”. Déjame ahora decirte algo, amigo. Me contaste eso como quien confiesa un pecado. Nada te reproché, sin embargo. Ningún derecho tengo a hacerlo, pues soy igual que tú. Diría que somos animales si no fuera porque en boca de un humano decir eso suena a jactancia o presunción. FIN.


MIRADOR ›armando fuentes aguirre Llega el viajero a Copenhagen y visita el cementerio donde está sepultado Andersen, el gran creador de cuentos para niños. Ha nevado profusamente. Los encargados del panteón abrieron un sendero en la nieve que va desde la puerta hasta la tumba de Hans Christian. Por esa senda va el viajero, igual que otros visitantes, a dejar un pequeño ramo de flores sobre la lápida del narrador de cuentos. En ese mismo cementerio está enterrado Kierkegaard, el destacado filósofo existencialista. Ningún sendero lleva hasta su tumba, que se ve sin flores, sola. El viajero no sabe qué pensar. ¿Acaso escribir cuentos vale más que hacer filosofía? ¿Por qué el que escribió para la gente común es más amado que el que escribió para los sabios? No lo sabe el viajero. Él no es sabio. Quizá por eso visitó con gratitud la tumba de Andersen, y sólo miró de lejos la de Kierkegaard. ¡Hasta mañana!... MANGANITAS ›por afa “Se desplomó un globo aerostático”. Supo eso un tipo artero de muy bajo proceder y le dijo a su mujer: “Sube tú; yo aquí te espero”.


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