jueves, 02 de mayo del 2024
 
Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Plaza de almas
2016-04-26 | 09:49:18
Esta noche es más noche que otras noches. Tan oscura es que en ella no hay cielo ni tierra; hay sólo oscuridad. En las sombras las calles se han olvidado de ir a alguna parte. Los muros negros, los escaparates sin luz, los anuncios apagados están ahí como si no estuvieran.

En una esquina estalla una súbita luz. Es un café que permanece abierto cuando ya todos los demás están cerrados. No es un café de esos que llaman de cadena; es un café de barrio, tan pequeño que ni siquiera tiene nombre.

El letrero en el vidrio dice sólo: Café. Lo atiende un hombre que no habla nada y lo hace todo: es cocinero, mesero, cajero, y cuando termina su jornada es también barrendero.

Los clientes del café son pocos: el señor que trabaja hasta muy tarde y no quiere llegar a donde vive; la añosa prostituta que pasea la calle y va al café después de haber ido quién sabe a dónde; el taxista de siempre; los dos policías que hacen la ronda del vecindario en su patrulla.

Todos piden lo mismo: un sándwich o una rebanada de pastel con un café si la noche es fría o una Coca-Cola cuando hace calor. El hombre les sirve automáticamente y ellos comen y beben automáticamente. Después pagan y se van.

Regresarán la siguiente noche, y el hombre estará ahí. Siempre está ahí. Regresará el señor que trabaja hasta muy tarde, regresarán la prostituta, el taxista y los policías, y ahí estará el hombre.

Llegará el día -llegará la noche- en que el señor será otro, y otra la prostituta, y otro el taxista, y los policías otros. También el hombre del café será otro. Pero serán los mismos siempre. En el fondo todos los hombres son los mismos siempre, y las mismas son todas las cosas.

Aunque todo cambie nada cambia. Tú y yo somos los policías, y el taxista, y la prostituta y el señor que trabaja hasta muy tarde. Pero estoy divagando. Vuelvo a comenzar. Esta noche es más noche que otras noches. Llega una mujer que nunca había llegado.

Se sienta en un extremo de la barra; pide un café y lo bebe a tragos lentos. Me gustaría decir que se ve triste, pero no: su rostro es inexpresivo, como el de alguien que está viviendo sin vivir. La mirada se le pierde en un vacío que sólo ella puede ver.

Termina su café; deja un billete sobre la barra; sale y desaparece en aquella noche que es tan noche. En eso llega un hombre que nunca había llegado. Se sienta en un extremo de la barra; pide un café y lo bebe a tragos lentos.

Me gustaría decir que se ve triste, pero no: su rostro es inexpresivo, como el de alguien que está viviendo sin vivir. La mirada se le pierde en un vacío que sólo él puede ver. Termina su café; deja un billete sobre la barra; sale y desaparece en aquella noche que es tan noche.

Si yo fuera dueño de la historia que estoy narrando habría hecho que aquel hombre y aquella mujer coincidieran en el café. Cambiarían una mirada; quizá la mujer esbozaría una sonrisa tenue.

Él le diría: “¿Me permite acompañarla?”. Ella contestaría: “Sí”. Y sus rostros ya no serían inexpresivos, ni su mirada se perdería en el vacío. Saldrían juntos del café y empezarían a vivir la vida juntos. Pero ningún escritor es dueño de la historia que cuenta.

La dueña de la historia -de todas las historias- es la vida, y la vida es muchas veces como aquella noche, oscura y fría. El hombre y la mujer no coincidieron en el café. Él llegó cuando ella se había ido ya. No se encontraron. Jamás se encontrarán.

Vivirán solos el resto de sus días. Unos minutos antes o unos minutos después habrían cambiado su vida para siempre, pero esos minutos no llegaron al café. Llegaron ellos, cada uno por su lado, y cada uno por su lado se fue luego sin haber visto al otro. Los dos desaparecieron en la noche.

Qué triste ¿verdad? Habría querido yo ser dueño de esta historia, para cambiarle el final. Pero ni el dueño de todas las historias se lo podría cambiar. En este momento se me ocurre pensar que la mitad de las historias las escribe Dios y la otra mitad las escribe el diablo.

Pero esa es una ocurrencia sin sentido, como la historia que he contado sin siquiera saber cómo iba a terminar. Así son todas las historias: nunca se sabe cómo van a terminar. FIN.




MIRADOR

Armando Fuentes Aguirre


Esta señora se llama Prisciliana, pero todos en el Potrero le dicen doña Prici.

Las muchachas en edad de merecer gustan de platicar con ella, pues les dice cosas que no les dicen sus mamás.

-¿Cuántos hijos tuvo, doña Prici?

-Tuve 16. De ellos me vivieron ocho.

-Ay, doña Prici. ¿Qué en sus tiempos no había televisión?

-Sí había; pero lo otro es más sabroso.

Les da consejos:

-A su marido nunca le vayan a decir que no, porque siempre habrá una que le dirá que sí.

Doña Prici duró casada 60 años.

-¿Cómo le hizo?

-Con una frase: “Te perdono”.


Explica:

-Es que mi marido era muy tonto.

Añade:

-Como todos los hombres.

¡Hasta mañana!...






MANGANITAS

Por: AFA


“En una fiesta: ‘Doctor: ¿por qué me dolerá tanto el testículo izquierdo?’. Contestó el interrogado: ‘Yo soy doctor en Derecho’”.

Dijo con admiración

el que había preguntado:

“¡Uta! ¡Hasta dónde ha llegado

hoy la especialización!”.


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