lunes, 29 de abril del 2024
 
Por Catón
Columna: De políticas y cosas peores
Plaza de almas
2016-07-19 | 09:15:56
A todos nos puso algún apodo. A uno le decía el Pocaluz, porque usaba lentes con cristales gruesos y oscuros. A otro lo llamaba el Blanca Nieves, pues era muy moreno. A un compañero que padecía estrabismo lo apodó “el Mobiloil”: tenía un alto grado de viscosidad, explicaba muy orgulloso de su ingenio. Nos daba miedo ese maestro. Sus burlas eran ofensivas, y más porque todos debíamos reír de aquel a quien hacía objeto de sus mofas, y eso hacía mayor la pena de la víctima. Yo lo odiaba. A mí me decía Luchito, porque a mi hermana Luisa, que era muy guapa, la llamaban Lucha. “¿Cómo está Lucha, Luchito?” -me preguntaba con tonito intencionado delante del grupo. Y se pavoneaba, feliz, porque todos le seguían la corriente haciendo: “¡Ah!” y “¡Oh!” para halagarlo. Yo no le contestaba, pero en mi interior le decía: “¿Y cómo está tu chingada madre, viejo cabrón?”. Le tenía tanto miedo que me daba pavor que fuera a adivinar lo que estaba pensando. Era nuestro profesor de Matemáticas en tercero de secundaria. Gozaba fama de sabio porque cada año reprobaba a casi todo el grupo. Aun el mejor alumno, el que en las demás clases sacaba siempre 10, de él no recibía más que un 8, cosa además rarísima. Decía: “El 10 es para Einstein; el 9 para mí”. Y lo decía en serio, el mentecato. Otras cosas decía: el resto de los profesores de la materia eran “barcos” (con ese mote eran designados los maestros regalones); las asignaturas llamadas humanísticas -historia, literatura, civismo- eran pendejadas que no servían para nada. Matemáticas, sólo Matemáticas. Un poco también de Física y Química; quizás algo de Biología. Lo demás era perder el tiempo. Nadie osaba contradecirlo. Todos, incluso el director de la escuela, le temían tanto como nosotros. Era sarcástico, mordaz; una maledicencia suya bastaba para poner a cualquiera en la picota del ridículo o para desprestigiarlo definitivamente. Además imponía por su aspecto. Era alto y corpulento; quienes lo conocían recordaban que en su juventud había sido llamado “El Oso”. No nos atrevíamos a llamarlo así, ni aun a sus espaldas. Se contaba que un día un tonto le preguntó: “Oiga, maestro: ¿es cierto que a usted le decían ‘El Oso’?”. El profesor lo tomó por el cuello de la camisa y por el fondo del pantalón, lo levantó en vilo y lo echó fuera del salón como un bulto. ¿Decirle “El Oso”, entonces? Ni por pienso. Se le llamaba “el Maestro”. Así, a secas. Si alguien decía: “el Maestro”, aun sin nombrarlo, todos sabían a quién se estaba refiriendo. A mí me reprobó, naturalmente. Lo mío eran las materias que él despreciaba. Supe de seguro que no aprobaría tampoco el examen extraordinario, lo cual me obligaría a repetir el año para volver a cursar sólo esa asignatura. Pensé en echar mano de un recurso heroico. Hablaría con él; le diría que iba a estudiar Leyes; no necesitaba las matemáticas. Me humillaría; le pediría que por favor me diera el 6 para poder inscribirme en la preparatoria. La víspera del examen fui a su casa. Temblando llamé a la puerta dos, tres
veces. Escuché adentro una voz de mujer: “¿Qué no oyes que están tocando? ¡Muévete!”. Creí que abriría uno de los hijos. Abrió el Maestro. “Y ven luego -siguió adentro la voz imperativa- a limpiar el mugrero que dejaste en la cocina. Nomás pa’ eso sirves, pa’ ensuciar”. Aturrullado el profesor cerró la puerta y ahí mismo, en la calle, me dijo como con vergüenza: “Disculpa”. Jamás pensé que le oiría una palabra así. ¡El Oso disculpándose! No me llamó “Luchito”. Me preguntó amablemente: “¿Qué andas haciendo?”. Me dio el 6. FIN.

MIRADOR ›armando fuentes aguirre
La Real Academia Española, dueña y señora de la lengua que hablamos, es pronta en admitir toda suerte de vocablos surgidos en Madrid y sus proximidades, pero se muestra lenta en dar cabida a las voces de uso común en los países de América Latina. Busco en el diccionario de la docta corporación la palabra “nogalera”, generalmente empleada en México. No aparece registrada. Los términos sancionados son “nogueral”, “noceda” o “nocedal”. Si un agricultor mexicano empleara cualquiera de esos términos para decir que tiene una huerta de nogales, los demás nogaleros (tampoco ese nombre existe para la Academia) lo tildarían de mamón. No para ahí la cosa. Busco en la edición digital del diccionario la definición de “nogalera”, y me sale este sesudo mensaje: “La palabra ‘nogalera’ no está registrada en el Diccionario. La entrada que se muestra a continuación podría estar relacionada: nopalera”. ¡Cáspita! (Esta usadísima palabra sí viene en el Diccionario). ¿Qué relación puede haber entre “nogalera” y “nopalera”, aparte de la que implica que tanto el nogal como el nopal son vegetales, lo mismo que -digamos- el rosal? No cabe duda: a veces la Madre Academia es muy poco académica y nada maternal. ¡Hasta mañana!...
MANGANITAS ›por afa
“Debemos beber por lo menos 8 vasos de agua al día”. Un ebrio llamado Albino comentó con ironía: “Cumpliré tal teoría si en vez de ‘agua’ dicen ‘vino’”.


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