domingo, 28 de abril del 2024
 
Por Roberto López Delfín
Columna: Vórtice
President Trump
2016-11-15 | 11:44:34
Personalmente, aunque me horrorizó las implicaciones de su victoria, me pareció inaudito que tantas personas –en el mundo, en EEUU, en México- se sorprendieran del previsible éxito político de Donald Trump, quien será próximo el 45o presidente de uno de los países más extraordinarios, nuestro poderoso vecino del norte y comandante supremo del ejército más poderoso de la historia de la humanidad. Me pareció lógica cada una de las etapas de su ascenso al poder pues un pueblo en crisis, tan heterogéneo, hipócrita, nacionalista, dividido y pretencioso como el norteamericano (llaman ”América” a su país, repudiando desdeñosamente que tal denominación corresponde a todo nuestro continente, no únicamente a su patria) eligiera a un demagogo carismático, un populista de derecha, un líder célebre por sus negocios y riquezas, apasionado hasta la desvergüenza por el poder, la imagen, el lujo y belleza femenina, cuya estrategia para conseguir el apoyo popular fue apelar con lenguaje simple a los prejuicios, emociones, miedos y esperanzas más profundos de la mayoría de su pueblo, mediante el uso de agresiva y directa retórica sin programa ni coherencia, con estrategia política maniquea, publicitaria, inescrupulosa, facilista. Nada nuevo. El triunfo de los demagogos, aún en contextos democráticos ha sido una constante en la historia reciente de la civilización occidental. Podríamos hablar del belicoso populismo de derecha que llevó y mantuvo en el poder a tiranos como Francisco Franco, Adolfo Hitler o Benito Mussolini, pero en nuestro siglo tenemos los recientes y variopintos ejemplos de Silvio Berlusconi, Vladimir Putin y Hugo Chávez, personajes antidemocráticos que, en forma muy semejante a Trump supieron “seducir” a sus pueblos –especialmente a las mayorías ignorantes o con poca escolaridad- a base de carisma y promesas, ante el desprestigio de la clase política tradicional que en muchos países del mundo –el nuestro entre ellos- han tomado como rehén al sistema de gobierno mediante esquemas partidocráticos, que alejan al ciudadano de la solución de sus problemas, para dejarlos en manos de burócratas militantes en partidos o grupos políticos que administran el poder en su beneficio personal, electoral y directo. No debemos escandalizarnos que una democracia tan disfuncional e imperfecta como la norteamericana en la que, como le ocurrió al demócrata Al Gore, Hillary Clinton no ganó la presidencia a pesar de haber obtenido la mayoría de los sufragios de los norteamericanos, haya triunfado Donald Trump, al obtener la mayor parte del voto indirecto del “Colegio Electoral”, conseguido al conquistar el voto mayoritario de cada una de las 50 entidades federativas consideradas como individualmente, que eligieron democráticamente al esperpéntico populista copetudo de extrema derecha sexista, blanco, anglosajón, protestante, bravucón, racista, egocéntrico, embustero, prejuicioso, boquiflojo, echador y con una visión del mundo muy elemental, pues esas características son compartidas por una parte muy significativa del pueblo norteamericano que no se siente representado ya por los políticos y el bipartidismo -Demócrata – Republicano- que monopoliza el acceso al mando del aparato de poder de la combativa Nación que, habiendo sido la más poderosa del planeta a partir del final de la segunda guerra mundial, ha visto declinar su influencia en el siglo XXI por sus propias contradicciones internas; por la globalización; el renacimiento de Rusia como potencia militar; el ascenso del fundamenta islámico jihadista y; China como la potencia económica dominante. ¿Qué extrañeza debe causarnos a los mexicanos el triunfo de un egocéntrico, cínico demagogo populista en EEUU? si hemos padecido como
presidentes de la República a Luis Echeverría Álvarez; José López Portillo; Carlos Salinas de Gortari; Vicente Fox Quezada, Felipe Calderón Hinojosa y Enrique Peña Nieto -notorios populistas renegados- que mucho prometieron durante sus campañas y gobiernos, pero no cumplieron con lo ofrecido, habiendo “cambiado” a México para que todo siguiera igual; hicieron del poder un ejercicio de culto autoritario a la personalidad y fracasaron en las metas que ellos mismos se fijaron frente a la opinión pública. Hay lecciones importantes que los mexicanos debemos procesar del éxito político del presidente Donald Trump: Primero.- En el mundo, en general, los ciudadanos se sienten cada vez más decepcionados de los políticos profesionales, los burócratas y las partidocracias que han “secuestrado” el poder para sus militantes, aliados y sirvientes, por lo que no sorprende que un “outsider” como Trump haya llegado a la cúspide del poder, tomando por asalto la anquilosada estructura del partido republicano, se hiciera de la candidatura aún con la oposición de los líderes de su partido y ganará la simpatía popular, al desmarcarse de la mafiosa élite “clase política” norteamericana, sin que le restara popularidad las amargas críticas de las redes sociales, los periódicos y en general, de los seguidores de lo “políticamente correcto”. Ante el desgaste, descrédito y fracaso de los gobiernos, los electorados contemporáneos cada vez más se sienten atraídos, representados por líderes sociales y personajes de la industria del entretenimiento y multimillonarios qué por burócratas de los mafiosos, sectarios, empoderados, egoístas engranajes de los partidos políticos tradicionales. Segundo. - El populismo no es lo que han querido hacernos creer el de partidos políticos en el poder en México –el PRI, el PAN y PRD- ni debemos confundir con demagogos a liderazgos que representan a las mayorías por identidad de intereses al abanderar causas y proyectos de esencia popular, es decir que privilegien a los más vulnerables, numerosos e injustamente tratados de un sistema político. No hay que dejarse engañar y saber distinguir entre un populista y un líder popular, cualquiera que sea su ideología. Tercero. - Es razonable que los norteamericanos no hayan elegido como presidente a la esposa de un expresidente, pues es antidemocrático que, en los regímenes representativos se creen “dinastías” familiares financiadas y consolidadas por el dinero y cargos públicos y el poder se transfiera de padres a hijos, de esposos a esposas, de persona a persona por criterios familiares, sentimentales o por afinidad, en forma mediata o inmediata. En México hemos padecido ese deplorable rasgo autoritario nepótico. Los presidentes priistas siempre han querido imponer a un “incondicional” suyo como sucesor y; los presidentes panistas han intentado -ambos- legar el poder a sus consortes: Vicente Fox a su mujer Martha Sahagún y Felipe Calderón Hinojosa a su esposa, Margarita Zavala Gómez del Campo, actual precandidata del PAN a la presidencia de la República en el 2018, año en que ojalá el gobernador de coalición PAN – PRD de Veracruz no pretenda heredar su cargo “democráticamente”. Acceder a la sola posibilidad de tales obstinaciones sería sin duda ir en contra de la esencia y episteme de la democracia, que tiene por finalidad la necesaria e igualitaria circulación de las elites y personas que detentan temporalmente el poder, en contraposición a las tentaciones del autoritarismo voluntarista y hereditario que caracteriza históricamente a las monarquías que cada democracia ha debido derrotar en sangrientas guerras antes de imponerse como forma racional de vida y gobierno.


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