martes, 30 de abril del 2024
 
Por Catón
Columna: De políticas y cosas peores
Aires de libertad
2016-11-28 | 08:51:32
Para unos fue un héroe; para otros un sátrapa. Desnudo de propagandas y de mitos Fidel Castro queda en lo que llanamente fue: un dictador. En nombre de la libertad encabezó una revolución, y luego arrebató la libertad a su pueblo. Tras derrocar a una dictadura estableció la suya, aún más opresiva. Sacó a Cuba de la órbita de una potencia mundial sólo para entregarla a otra. Castro hizo de la hermosa Isla su propiedad privada y la convirtió en un enorme campo de concentración. Llevó al paredón de fusilamiento o a la cárcel a quienes se opusieron a él; creó en Cuba uno de esos paraísos de los que todos quieren escapar. Provocó indecibles sufrimientos a miles y miles de cubanos; por su causa la Isla se volvió un burdel en el cual las muchachitas se prostituían por un pantalón de mezclilla y los muchachos por unos tenis deportivos. Castro culpaba de sus yerros al imperialismo -y en verdad fue un símbolo de resistencia contra él-, pero mientras pronunciaba sus larguísimos discursos anti imperialistas el mundo iba avanzando, y se transformaba sin que él se diera cuenta, adormecido por sus propias peroratas. ¿Que Cuba logró conquistas importantes en campos como la educación, el arte, la medicina o el deporte? Es cierto: las dictaduras, lo mismo que la esclavitud, suelen ser muy eficientes. Pero los innegables logros del régimen castrista se consiguieron a costa de la libertad, anhelo supremo de los hombres. En la primera oportunidad los cubanos huían de su salvador. Bien dijo alguien: un cuarteto de cuerdas cubano es lo que quedó de una orquesta sinfónica cubana que salió de gira por el extranjero. Ahora la libertad llama con grandes golpes a las puertas de ese bello país tiranizado. A fin de cuentas no se necesitaron para su liberación navíos de guerra o aviones de combate: la libertad llegará a pasos quizá lentos, pero seguros, en los cruceros cargados de turistas ansiosos de ver rodar los automóviles antiguos por las calles de La Habana; en los jets llenos de gringos con bermudas que oyeron hablar de un tipo raro que se llamaba Hemingway o vieron la película “El Padrino”. No hay libertadores más eficaces que el comercio y el turismo. La muerte de Fidel Castro es la primera llamada, primera, para la incorporación de Cuba a la modernidad. Los invisibles muros que erigió el dueño y señor de la Isla se irán desmoronando poco a poco. En cenizas se convirtió el mítico héroe; en cenizas también se volverá el régimen personalista que creó. Todos los personalismos acaban en eso: en cenizas. El dictador ha muerto. Viva Cuba. Larga iba saliendo ya esa perorata tuya, escribidor, tan larga como las de Castro. Aligera el peso de tu chacarrachaca con un par de lenes cuentecillos que hagan volver a su equilibrio natural los humores cardinales -sangre, pituita, bilis y atrabilis- de los cuatro lectores que aún te quedan luego de la tabarra que nos asestaste. Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, se estaba refocilando con Dulciflor, muchacha ingenua, en la habitación 210 del Motel Venus. En el arrebato de la pasión carnal exclamó el salaz
sujeto: “¡Te amo! ¡Te quiero como a nadie jamás he querido y como nunca a ninguna querré!”. Preguntó ella entre los acezos y jadeos propios del acto natural: “¿Nos casaremos?”. Y retrucó Pitongo sin alterar el ritmo de su in and out: “¡No me cambies la conversación!”... Una mujer de nombre Facilda Lasestas se presentó ante el juez de lo familiar y le dijo que quería divorciarse de su esposo. (Lo más familiar que hay ahora es el divorcio). El juzgador le preguntó la razón por la cual quería disolver el vínculo matrimonial. Manifestó la querellante: “Mi marido me es infiel”. Inquirió su señoría: “¿Cómo lo sabe usted?”. Explicó Facilda: “Él no es el padre de mi hijo”. FIN.

MIRADOR ›armando fuentes aguirre
Dicen que bajo este nogal se sentaba a leer don Ignacio de la Peña, señor de la hacienda de Ábrego, en tiempos de la invasión americana. Ahí estaba cuando llegó un piquete de soldados yanquis. El jefe que los mandaba le dijo a través de un intérprete: -Queremos caballos y mujeres. -Dígale que los caballos ahí están -contestó don Ignacio-. Tenemos cien por cada uno de ustedes. En cuanto a las mujeres, tendrán que matarnos a todos antes de tocar a una sola. Así diciendo llevó la mano a su machete, y lo mismo hicieron sus hombres, reunidos tras él. No necesitó el intérprete hacer la traducción. Sin decir más los soldados siguieron su camino. Tampoco dijo más don Ignacio de la Peña. Tomó su libro y siguió la lectura donde la había dejado. En la vieja casona del Potrero se conserva todavía el machete de aquel recio señor. Seguramente fue hecho en el Saltillo, donde había muy buenos forjadores, de tradición vascuence, que lo mismo hacían una reja para el amor que un puñal para la muerte. No tiene ese machete la finura y elegancia de una espada, pero guarda la fortaleza de aquellos hombres que defendían su tierra como si fuera su mujer, y protegían a sus mujeres como si fueran su tierra. ¡Hasta mañana!...
MANGANITAS ›por afa
“...Un individuo juró no hacer el amor hasta encontrar a la mujer perfecta...”. La promesa fue sagrada, y el sujeto la cumplió. (Su esposa, según sé yo, está muy encabronada).


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