viernes, 26 de abril del 2024
 
Por Alfonso Villalva P.
Columna: Treinta y dos mil pesos
Treinta y dos mil pesos
2014-10-24 | 09:45:46
Mira, siempre dije que la necesidad, que
la maldita hambre que me producía retortijones
en las tripas, dolores de panza que
por las noches me hacían sudar, frío, feo,
mientras pensaba en la letra que tenía que
pagar a nuestra líder del barrio, Fabiola
Campollanes, quien fraccionó lotecitos de
veinte metros y nos los vendió en cómodas
mensualidades hasta completar los veinte
mil pesos de valor real, al momento, dice ella,
en que nos entregue las escrituras.
Pero pensaba en ella, en Fabiola, mientras
apretaba la panza que hacía un escándalo
espantoso por la falta de pan, y me recordaba
la cara de Arturo, mi hombre, que cuando
estaba sobrio, nos contemplaba mientras
soltaba sus lágrimas de impotencia, sus gotitas
saladas de resignación y derrota, nos
seguía con sus ojitos tristes a mí y a mis hijos,
pa’ donde quiera que fuéramos.
De un lado al otro de la casita de tabicón
gris, meneando nuestros huesitos, pa’ agarrar
calor, sobre todo en enero, pos aquí en la
loma las heladas azotan sin clemencia a los
que más hambre tienen, a los que fácilmente
se quedan muertos como pajaritos, de vez
en cuando, en un rinconcito cerca del hogar.
Y así pasaba todo el rato, y las noches y las
mañanas. Y un día le hice caso a Maribel,
pos ella ya estaba experimentada. Y me tocó
el lado flaco, me hizo ver que lo único que
yo había hecho bonito, pos era Gilbertito, el
más chico de mi prole. Y qué pues, no había
que ser egoísta e impedirle un futuro más a
modo, más prometedor.
Escuela y toda la cosa, juguetes como los
niños del comercial de canal cinco, baño diario,
de riguroso calentón, y un plato grande
de frijoles con carne hasta hartar. Ella ya
tenía a dos colocados, y mire, me dijo, si viera
que contentos y que sonrientes se ven.
Además, estaba la otra parte. Pos si el kilo
de frijoles costaba doce pesos, imagínese, me
advirtió, como cuántos compraría con unos
veinticinco mil, que era lo que siempre dan.
Y cuántos zarapes. Y un pomo del fino pa´
su viejo. Y jabón pal’ resto de la pandilla, y
zapatos, y dignidá.
Además, así todos ganan, verá, Gilcito
rete contento, usté se quita el frío y le adelanta
unas letras a doña Fabiola, en una de
esas hasta le llega a las escrituras, y de ahí
pal’ real, casa propia y toda la cosa.
Y después quien quita, vuelve a hablar con
doña Merce, y hasta le devuelve a Gilcito, o le
consigue visitarlo en la casa donde viva, que
será una mansión, y hasta su navidadcita le
compartieran los de la familia afortunada
que le dé calor de verdad al niño, educación
y modales pomadosos, de esos como los que
salen en las comedias de las siete.
Y pos después de darle tantas vueltas, me
dejé convencer, le di la bendición a Gilcito
y se lo entregué a Doña Merce, quien sonriente
tomó al niño de la mano y me miró a
los ojos con una mirada de esas que crispan
la columna vertebral. Puso en mi mano un
rollo de billetes y me advirtió que no se iba
hasta que contara, y contara bien, que ella
era una mujer decente, y siempre entregaba
cuentas claras a la hora de mercar.
Y ahí voy yo, y luego de los veinticinco que
me sigo de rebote con los de a quinientos,
hasta llegar a treinta y dos. Miré a Doña
Merce sorprendida, pero ella sonrió y me
dijo, es que los ojos de Gil, mi amiga, lo hacen
muy especial.
Y tan tranquila, a comprar una carnota,
y frijoles, y pintura pa’ las paredes, hasta
un florero pa’l retrete. Toallas grandes y
una bañera que los sábados calentaba pa’
mi Arturo, pa’ que se la curara después de
la parranda a la que ahora sí, como un don
de verdad, invitaba a los cuates.
Y no te lo niego, fíjate bien, fue la pura
necesidá, pero también el gusto invaluable
por los lujitos, por verle la cara a Campollanes
cuando le adelanté diez letras de un
sopetón. Y qué bonito perjume, mi vieja,
decía Arturo cuando me veía estrenar mis
blusas de encaje, y mis medias de color.
Hasta que vino el idiota de Raúl, y me
abofeteó dizque por estúpida. Y me arrancó
mis encajes, y me embarró mis maquillajes,
y me jaló de la mano hasta subirme al
microbús, y me llevó, el cretino de mi hermano,
hasta la central de los judiciales. Y
yo de bruta, te digo, sin saber de qué se me
acusaba, hasta que vino el gordo prieto ese
y me dijo, si serás bestia de veras, si vienes a
un reconocimiento.
Y me llevaron atrás, a un cuarto con refrigeradores,
y abrieron un cajón como de
acero muy brillante, y así, sin más, de golpe,
levantan una franela gris y mugrienta, y
maldigo a Dios tantas veces como puedo, y le
vuelvo a ver para reconocerle detrás de esas
dos cavernas que le ocupan, amoratadas, la
mitad de la cara angelical.
Y entonces sí, qué necesidad ni que la
fregada, agarré mi rollo de billetes, los de a
quinientos, que todavía apretaba contra mi
pezón, y compré una caja muy bonita, la más
blanquita, la más santita, para arropar de
nuevo a Gilcito y darle ese lujo que merecía,
el lujo que podían pagar, los remanentes de
aquellos treinta y dos mil pesos.
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